Continuando con el contenido de la semana anterior, el arquitecto que se precie de poder hacer algún buen trabajo para su cliente, seguro que será el mismo que permite que este último mantenga siempre la última palabra con respecto a todo el proceso de diseño.
Esto no quiere decir que el cliente, con su poco o mucho conocimiento de la acción proyectual vaya a dirigir la orquesta; no. De lo que se trata es que se le permita que su idea fluya a través de las manos del arquitecto, y que este, como Miguel Ángel, quite todo lo que sobre.
Luego existe la realidad proyectual, o lo que es lo mismo meter el proyecto en cintura. Este es el punto cuando el proyectista se enfrenta a la realidad dentro de la realidad antes citada: la realidad normativa.
¿Cuántos buenos proyectos pasan de ser un hermoso y mero ejercicio escultórico a una realidad menos bella pero funcional? La pena es que de estos son varios. Dicen siempre los listillos (quizás nos contemos entre ellos), que el buen diseñador comienza sus bocetos con la cosa normativa sobre la mesa, atada a la libertad de la mano que boceta.
Son esos bocetos, rescatados del cubismo pueril del cliente, los que nos permiten llevar a las nubes creativas las condiciones/restricciones de partidas de diseño (normativas, espaciales, técnicas, económicas) y plasmarlas, con un buen concepto.
Al cabo de varios de estos ejercicios, nace la prosa ordenada o la poesía con ritmo que nos hace falta en el ordenador y se meten todas las cotas habidas y por haber, y se suman todos los cálculos habidos y por haber, y se da el resultado de la cosa irrevocablemente diseñada…aunque todo lo irrevocable que permita la siguiente revisión de proyecto.
Continuaremos con el tema….aún nos quedan cosas interesantes que contar, dado que, como diría un profesor de la escuela de arquitectura de Madrid, “…la ganancia está en cobrar…” y a esa parte no hemos llegado.