Decía Vladimir Nabokov, el escritor ruso nacionalizado norteamericano y luego suizo, que uno siempre se siente como en casa en su memoria. Lejos quedan las inconformidades, los celos y las angustias, el recuerdo trae siempre la sensación de cercanía, de hogar, de ser protagonista del relato. Dentro de las categorías de los recuerdos, los culinarios tienen peso doble. Primero porque ya de por sí, al ser elementos que mantenemos vivos, forzosamente pasan por el corazón y segundo, porque comer juntos es, esencialmente, una manera de asociarnos. No hay que irse muy lejos, en francés, la palabra para amigo es “copain”, aquél con el que compartimos el pan.

Recientemente me encontré con una persona capaz de llevar el peso del hogar hasta lugares insospechados.  Moisés, hijo de inmigrantes cuyos platos de base tienen poco que ver con las costumbres caribeñas y que vivió menos de dos décadas completas en República Dominicana, nos ha sorprendido a todos sus ex compañeros de colegio con, primero luchar durante más de un lustro para obtener el permiso de construir en el noroeste de los EEUU una casa a prueba de huracanes tropicales y ahora, con la revelación de que es capaz de zancajear coco guayado de verdad y otros ingredientes que le permitan preparar jalao y, además, instruir a su descendencia en la preparación de bizcochos tradicionales dominicanos, con suspiro típico y todo.  “Bizcochos de Nitín”, como él dice.

Moiseìs, fabricante de jalao, junto a Fernando y Amando.

Esa misma añoranza es la que fomenta la proliferación de restaurantes de bajo nivel de precios, pero alto valor de nostalgia en ciudades como Viena o Londres. En Bruselas, donde la imaginación gastronómica no permite ir mucho más allá de mejillones con papas fritas y buenas barras de chocolate, hay mujeres que empezaron preparando platos típicos para las embajadas latinoamericanas y terminaron desarrollando una clientela fija más allá de las celebraciones de los diplomáticos. En París existen tantos restaurantes argentinos y brasileños que llegan a tener su propia clasificación y por la cantidad de migrantes dominicanos en Chile, alrededor de un lugar de venta de comida logró proveer material para realizar un documental sobre esta realidad (“Morenas”), que se exhibió en el documental “Hecho en RD” de Fine Arts.

Dentro de los casos de crecimiento y mantenimiento de una clientela creada por una nostalgia común, el más particular fue el de un español que quiso vender churros en Washington y, al darse cuenta de que su clientela era prioritariamente de salvadoreños y venezolanos, se decidió por ofrecer arroz con frijoles negros, plátanos maduros y bistec encebollado.  Su imán fue tan fuerte que a pesar de que todas las señales aluden a España, los conocedores y apreciadores de sus platos latinoamericanos han mantenido viable una empresa que se salta todos los convencionalismos sobre mercadeo, publicidad e imagen gráfica.