En mi familia paterna hay varias Coleta. Tía Coleta Belliard Espejo tenía nombre de escritora porque su nombre era una versión castellana del apellido de la célebre actriz, bailarina y controversial escritora francesa, Colette, nacida en 1873 y muerta en 1954. Mi tía nació en 1926, por lo que se anticipó al nombre de mi prima Ligia Minaya Belliard, nacida en 1941, a quien también, en la familia, le decían Coletica, porque así se llamaba también su madre, Coleta Belliard Sosa (llamada así por Colette, la novelista francesa), hija de don Gumersindo Belliard y doña Chea Sosa. Mi tía era, en consecuencia, prima hermana y tocaya de Coleta Belliard Sosa, nacida en 1917, y muerta siete días después de nacer Ligia, su hija. Por lo tanto, fue la primera Coleta, ya que era mayor que mi tía, cuya única hija se llamó Ligia Santos Belliard, educadora, nacida en 1945, prima y tocaya de Ligia Minaya, y por eso a esta le pusieron el mismo nombre. (En la familia Belliard mocana, oriunda de Monte Cristi, ha habido, entonces, dos Coleta y dos Ligia).
Supe, al aprender a leer, que coleta es el peinado o pelo largo de mujer posterior a su cabeza, que se amarra con una pinza o cinta, y que también usan los hombres de pelo largo. Ligia Minaya Belliard (Coletica), fue abogada, escritora, fiscal, maestra y jueza, hizo honor a su seudónimo, al ser escritora. Algunos de sus cuentos, como los de su libro El callejón de las flores (algunos cuentos de este libro ganaron premios y menciones de honor en Casa de Teatro), son de tinte erótico, como las novelas de Colette, cuya vida fue un escándalo público en París, con su bisexualidad, sus desnudos en el teatro, sus múltiples amores y matrimonios, su excéntrica vida, apegada a sus gatos, y porque se vestía de hombre como George Sand. Su nombre real era Sidonie-Gabrielle Colette (no se cambió su nombre como la Sand, que se puso George, o sea, Jorge, en español, y firmaba sus libros con su apellido: Colette). Ignoro hasta qué punto Colette influyó en Ligia Minaya como escritora, y si fue su fervorosa lectora, pues nunca se lo pregunté.
Tía Coleta fue más lectora (nunca escribió), devota de la fe cristiana y del ritual de los rezos (se sabía, literalmente, la Biblia de memoria), y Ligia Minaya, laica, herética y quizás agnóstica. Para homenajearlas, he seguido las huellas librescas de Colette, cuando compré y leí en los años noventa, su breve novela, La gata. Y el año pasado, cuando adquirí Las novelas de Claudine, que incluye la saga o ciclo: Claudine en la escuela, Claudine en París, Claudine casada y Claudine se va, escritas entre 1900 y 1903. También escribió La vagabunda, Cheri, La mujer oculta y Gigi, ¡que vendió medio millón de copias!, y fue llevada al cine, en 1944, como película musical, en Broadway, dirigida por Vincente Minnelli, y en la que actúan el célebre cantante de vodevil, Maurice Chevalier y la diva Audrey Hepburn, film que ganó 9 Oscars.
Las novelas de Colette son autobiográficas, testimoniales y narradas por la personaje adolescente, Claudine, que es una prolongación psicológica y conductual de su personalidad desenfadada, que rompió todas las normas y convenciones de su época. De ahí que fue el modelo de las novelas Lolita (1955) de Nabokov y Buenos días, tristeza (1954) de su compatriota, Francoise Sagan –que la escribió cuando tenía 18 años. Además, Colette ha sido reivindicada, no sin justicia, por las feministas y los grupos LGBTQ, y admirada por Proust, por sus cuadros de costumbres, sus retratos de época y su libertad, al tratar temas tabúes, con abierta libertad y sentido del humor.
Colette fue, además de novelista, periodista, guionista, libretista, modelo de revistas, bailarina y actriz de cabaret, y fue más leída por mujeres que por hombres. Su vida fue un escándalo público y su conducta, una transgresión, un desenfado anárquico, ante la moral social de la época, y en la vida cultural francesa. Pese a todo, fue presidenta de la Academia Goucourt (que entrega, cada año, el premio de novela del mismo nombre), y, al morir, recibió un funeral de Estado. Fue enterrada, cerca de Balzac, en el cementerio Pere Lanchaise –cuya tumba visité, en 2015, en homenaje y memoria de mi tía y de mis primas.
Colette se anticipó a los rituales, al estilo de vida y a los protocolos transgresores del siglo XX, a la época del decadentismo de fines del siglo XIX, tras vivir entre escenarios teatrales y los salones del bajo mundo de la Belle Epoque. Y ser testigo de trascendentales hechos artísticos e históricos de su tiempo: del music-hall, los inicios del cine, las batallas de la Primera Guerra Mundial, la ocupación nazi de París, el ambiente de los cabarets y la literatura de los “felices años veinte” o “Generación perdida” –como la denominó Gertrudis Stein. Sin embargo, en lo privado, prefirió vivir en la intimidad de su hogar, refugiada en la escritura y rodeada de gatos, con quienes siempre estuvo en conexión: mujer libre y de vida controversial, que vivió al filo de la navaja, entre el amor, el desamor, las relaciones asimétricas o lésbicas, y el erotismo.
Se casó por primera vez con Henry Gauthier- Villars, alias Willy, en 1893, quien la explotó, usurpando su talento de escritora (algunos libros tenían la firma: Colette-Willy). La instó a contar por escrito su vida íntima, infantil, estudiantil y adolescente, solo para ganar dinero. Colette cayó en la trampa y lo hizo, pero a esas historias íntimas y personales, desde luego, le inyectó tintes de ficción, y Willy intervenía, alterando su escritura con tonos eróticos para hacer más comercial esas primeras novelas. Fue insólita esa violación a la propiedad intelectual, pero la época lo permitía, avalaba y toleraba. Willy actuaba como un falso autor, un escritor espurio y sin escrúpulo, que la obligaba a escribir, encerrada, hasta el límite de su capacidad. Colette tuvo un éxito extraordinario, y cuando se divorció, asumió su bisexualidad y recuperó su autenticidad como escritora, y lo delató: dijo que era la autora auténtica, y denunció sus maltratos. Sus novelas sacudieron el mundo editorial de Francia y dejó de ser una autora a la sombra de su marido. En principio, no se le creyó, y vivió cierto desprestigio como autora hasta que se resarció moralmente y se reivindicó como escritora. Tras este matrimonio, lleno de espinas, se vuelve a casar, esta vez con el periodista y redactor jefe del periódico Le Matin, Henry de Jouvenel, con el que colaboraba con artículos. Con este esposo tiene su primera hija (tres días después del parto retoma la escritura, pues tenía más vocación de escritora que de madre), pero se divorcia en 1923, y se relaciona con su hijastro adolescente, llamado Bertrand de Jouvenel, a quien sedujo, siendo ella treinta años mayor que él, lo cual provocó un enorme escándalo en la vida parisina, que la miró con malos ojos. Este drama amoroso lo transforma en escritura, en su novela Cheri, en la cual un adolescente es seducido por una mujer madura, como hizo en casi todas sus novelas: convertía su vida privada y erótica en materia de sus historias, intrigas y argumentos narrativos. De ahí que Colette representa un icono de la revolución sexual de la primera mitad del siglo XX, por ignorar los patrones morales y preferir vivir libre, como eran sus personajes novelescos. Mientras trabaja en el teatro, conoce a su tercer y último marido en el mundo teatral, quince años menor que ella: Maurice Goudeket.
Alabada en su época, disfrutó en vida de su fama de escritora maldita y disoluta. Su primera novela, Claudine en la escuela, representa un texto subido de temperatura erótica, con tonos de promiscuidad, episodios lésbicos, relaciones amorosas profesores-alumnas y un desdén hacia la vida burguesa, elitista y plagada de prejuicios. Su reputación moral alcanzó ribetes de provocación cuando tuvo que ejercer el periodismo (publicando novelas, piezas de teatro y críticas teatrales) con pseudónimo en el diario Le Matin. En esa etapa, se dio un beso en pleno escenario con su amante, Mathilde de Morny (“Missy”), en una presentación en el Moulin Rouge, que causó un enorme caos, y hubo que llamar a la policía. Se produjo un show en plena escena, pues el ex marido de Missy solicitó se cancelara la función, lo que provocó les pidieran se separaran para siempre –cosa que no sucedió. Ambas se cortaron el pelo y usaron pantalones sin importar las opiniones ajenas. Su relación duró cinco años, en la que rompieron todos los esquemas sociales y convenciones de su época, hasta que se separaron. Vivieron en la misma casa, en la que Colette escribió La vagabunda, novela en la que cuenta sus travesuras de femme fatal en el mundo bohemio y teatral.
Mujer de cálidos apetitos sexuales y felicidad amorosa, amó además la naturaleza y los animales, quizás menos que a sus maridos. Sembró plantas y cuidó de su jardín y de sus flores, que eran un estímulo de su escritura. Ya anciana, decía: “Ya no tengo un jardín” (Flores y frutas se titula una colección de sus cuentos traducidos al inglés como Flowers and fruits). Decía, además de los gatos, que “un dolor siempre joven” fue su compañía constante. Después de una vida en el ojo del huracán de la sociedad parisina, se dedicó a escribir y cuidar su jardín. “Lo más preocupante sería que los jardines del futuro, cuya realidad carece de importancia, estuviesen fuera de mi alcance”, afirmó. Las plantas alimentaron sus fantasías y le sirvieron de compañía, en su vejez. “Las plantas en las zanjas donde las voy a guardar, algunas en el recuerdo, otras en la imaginación”, sentencia. Terminó sus días enamorada del paisaje parisino, que le daba tranquilidad y sosiego, y cuyas flores sirvieron de catarsis y reconciliación psíquica a su pasado tumultuoso y libidinoso, lascivo e impúdico. Sus novelas están decoradas de descripciones botánicas, que remiten a su infancia provinciana y campestre, y a paisajes de su memoria sensorial. Para ella, las reminiscencias de su pasado, rodeada por la naturaleza, alimentaron sus fantasías llenas de visiones y recuerdos, que tenían una función rejuvenecedora. El jardín jugó en su vida, en efecto, un papel restaurador, que la liberaba de los fantasmas que habitaban su soledad, que se rompía momentáneamente, cuando la visitaba su vecino, el escritor, Jean Cocteau, homosexual y drogadicto. En el mundo de Colette, el deseo de amar y ser amada, encarnaba el centro de gravedad de su existencia, el principio de realidad, el sentido de su vida, el apetito carnal de su erotismo con la naturaleza y el mundo de los hombres. “Colette desempeñaba ambos papeles y bordeaba los dos: el de la ninfa ingenua de largas trenzas y el de la seductora depredadora; el de la niña caprichosa y testaruda y el de la madre severa. En el núcleo de uno y otro se hallaba un apetito constante, siempre había que alimentar a alguien, en sentido gastronómico, libidinoso o psicológico”, afirma Damon Young, en su ensayo Colette: sexo y rosas, en su libro Filosofía en el jardín.
Madre conservadora, mujer libre y abierta, seductora, insaciable y amante depredadora, encontró en el mundo de las plantas y las flores, un remedio para salir de la cárcel del tedio, un paraíso para compensar los demonios de la ansiedad y la melancolía. En su mundo narrativo, que es un espejo de su vida real, la naturaleza constituye un universo mágico de fantasías. Entre su vida y su escritura había una simetría, y de ahí que no cultivó la vida intelectual ni la académica, sino que su obra literaria se nutrió de la vida nocturna, de la bohemia y de la vida promiscua, entre amantes furtivos y maridos de ocasiones: entre íncubos y súcubos. Fue, más bien, un “monstruo sagrado” –como la definió Sartre. Su pasión por las plantas y las flores fue, pues, un sucedáneo de su pasión por los amantes y las amantes. “Mientras que el deseo de sexo o de comida siempre dejaba a Colette con ganas de más, las plantas la ayudaban a liberarse del deseo por completo, la ayudaban a estar menos hambrienta y ser más contemplativa”, afirma Damon Young. Es decir, que el amor por los jardines –o jardinosofía– como impulso para escribir y soñar servía de antídoto o bálsamo a sus deseos desenfrenados de sexo, a saciar su sed de libido. Como las plantas y las flores, si bien tienen nervios, nervaduras y savia –pero no piensan–, su contacto con ellas, refrenaban su deseo sexual y su instinto libidinoso de seducción. Con los años, su lujuria –como es normal–, se fue apagando, decayendo, y optó por la vida contemplativa de la naturaleza botánica y zoológica. Desistió de buscar nuevos (o nuevas) amantes, y su mirada se hizo menos codiciosa: aprendió de la vida vegetal y logró disipar su vehemencia de juventud y domar la voracidad de sus bajos instintos. Aceptó, en cambio, resignada, la abstinencia sexual y se aisló del bullicio y la agitación de los escenarios nocturnos, donde llegó –secreto a voces–, a desnudarse y a besarse en público con mujeres. Pero esta vida licenciosa e impúdica, sin tapujos, no le impidió ser una novelista aclamada y celebrada y muy leída.
En 1945, recibe la Orden de Caballero de la Legión de Honor de Francia, y su nombre lo llevan avenidas, calles y un museo. Más de veinte películas han sido basadas en sus relatos y novelas, y en 2018, su vida es llevada al cine en un film titulado Colette: liberación y deseo, y en el año 2000, Judith Thurman publica su biografía Secretos de la carne. Vida de Colette. Antes de morir, a los 81 años, Colette dijo: “El amor fue el pan de vida y de mi pluma”.