El proceso de transformación cultural de la modernidad producido en las últimas décadas del siglo pasado y los movimientos culturales, artísticos y filosóficos, a mi juicio con patentes manifestaciones y consecuencias políticas y económicas que cuestionaron los prototipos de la modernidad, su universalidad y atemporalidad, son los dos fenómenos que caracterizan la posmodernidad (Cfr. Arancibia).
El avance del sistema capitalista, el final de la Guerra Fría y el colapso y desaparición en diciembre de 1991 de la Unión de Repúblicas Soviéticas Socialistas (la U.R.S.S.), motivados por la caída del muro de Berlín y el mercado informativo, han posibilitado que hoy tengamos una sociedad de consumidores y de consumo más que de científicos y pensadores, de verdades, valores y de principios relativos, tambaleantes, débiles, porosos y convenientes.
El mundo actual se caracteriza por su estado fluido y volátil. Es lo que se denomina sociedad o modernidad líquida (Bauman). En definitiva, asistimos al momento del cuestionamiento de la forma absoluta de ver los valores y principios sociales. Nos movemos en terreno movedizo, fangoso y sujeto a grandes sismos ideológicos, políticos, económicos, industriales, comerciales, científicos, tecnológicos, culturales e informativos.
Al mismo tiempo, hace acto de presencia en esta sociedad la huida cotidiana del respeto y la consideración de lo inmanente al ser humano, de lo sublime y lo duradero. Para la muestra un botón. Ya la asignación del sexo no está quedando en manos de la ciencia, y, por lo tanto, en la biología humana, sino en cómo se siente o se identifica la persona, en cómo se percibe.
El valor lo tiene lo puramente material, lo visible, lo concreto, lo perecedero y lo que, definitivamente, podamos cambiar permanentemente. Somos mercancía y marcas que pueden modificarse constantemente. Vivimos, en gran medida, en una sociedad carente de normas, anómica (Durkheim). No estamos atados a nada.
Ya no nos detienen ni los mitos comunes, ni la fe, ni la razón, ni el pensamiento colectivo, solo el mercado en cuanto nos pueda servir para vender, vendernos y comprar la mercancía que queremos, sea esta una cosa o seres humanos efectivamente cosificados.
Esto nos lleva a tener una sociedad que aplaude lo banal y lo pasajero; que persigue lo superficial, lo momentáneo y lo instantáneo, en lugar de lo profundo y permanente; que destaca la virilidad y el feminismo por sobre la humanidad; que adora la presentación, la apariencia y la frivolidad, antes que el interior, lo profundo y lo serio.
Tenemos una sociedad que promueve más las redes sociales y los medios de comunicación en general como instrumentos para la creación de imágenes antes que como recursos al servicio de la objetividad y de la verdad.
Ahora bien, y cuidado con ello, la posmodernidad no significa una tabula rasa de los valores de la modernidad, pues lo que ella hace es cuestionar la manera y el carácter absoluto con que se han usado muchos de ellos. De donde se produce un conflicto entre verdad y razón y lo colectivo y lo individual (Arancibia).
Como lo fue la religión, los principios y valores universales de la civilización, de la modernidad, de la ciencia y la filosofía, orden y progreso, Estado y nación, modernización y desarrollo, como parte de un proyecto social, no son hoy suficientes para garantizar los derechos y libertades individuales o subjetivos ni la diversidad. El sentido de la vida es el resultado de lo vivido, lo oído, lo hablado, lo específico, lo real. No lo que viene en paquetes de principios abstractos, como el desarrollo sostenible, el progreso, la razón y el conocimiento.
No creo que podamos ignorar los cuestionamientos a los cimientos de una sociedad política, cultural y económica que también ha aprendido que puede vivir con grandes satisfacciones, pero con poco sacrificio, dando lugar a las formas inteligentes y legítimas de producir dinero y cosas materiales, al tiempo de permitir el desarrollo del fenómeno criminal para la obtención de bienes fácilmente. Ambos grupos tienen razones, a juzgar por la “filosofía” de la relatividad y de la conveniencia de la razón y de la ética.
En la posmodernidad cobra una importancia capital la semiótica, para poder estudiar los signos en esta vida social. Y es que en esta sociedad, dado que los símbolos, signos, el lenguaje y las imágenes han adquirido tanta importancia, la atribución de significado puede ser, y muchas veces lo está siendo, un constructo y obra de quienes tienen los más diversos medios políticos, de comunicación, de información y recursos en general para fabricar percepciones que transforman mentiras en verdades o “producción agrícola comunitaria masiva”, al estilo Mao Zedong, que solo existía en el papel mientras la población china experimentaba la más grande las hambrunas de su historia.
El mayor de los problemas es que esto ocurre en todos los ámbitos, pues lo atribuimos a los políticos generalmente; pero lo podemos ver en el ámbito intelectual, educativo, cultural y económico. Allí donde nos venden como oro y diamante lo que son cobre y vidrio.
Así solo podremos garantizar una sociedad falsa que hace de la mentira o de un mito colectivo (Harari) una verdad, ya supuestamente superado teóricamente, pero cuyo regreso al pasado lo construye el poder en todas sus manifestaciones para tratar de mantener la misma fábula colectiva que permitía la organización y cohesión de la sociedad en la era de la revolución agrícola.