Cien años cumple de haberse publicado por primera vez Trilce (Talleres de la Penitenciaría de Lima, octubre de 1922), el “gran libro de César Vallejo, que marca una superación estética en la gesta mental de América”, como dictaminaba Antenor Orrego en el prólogo. El influjo de este libro en la poesía escrita en castellano es simplemente inconmensurable. Nadie escapa a su influencia y gravedad, ya fuera por deuda directamente literaria, ya fuera por la imperiosa necesidad de escribir en contra suya, para diferenciarse, para salir del magnetismo orbital de su atmósfera. En lo que a mí respecta, no podía ser distinto. El decir poético desplegado en Trilce está profundamente entreverado más con mi visión del fenómeno poético –sea la que haya ido siendo en sus metamorfosis–, que con la realidad factual de lo que he escrito. Sucede que alcanzar esas cotas lexicales, el maderamen recio de sus líneas, es una pretensión utópica para cualquiera que haya borroneado versos después de su paso en tromba por el planeta letrado.
Yo no leí a Vallejo sino después de haber cimentado mi prehistoria literaria con clásicos como Lope de Vega y Bécquer, y modernos “digeribles” como cierto Neruda o moderadamente vanguardistas como Octavio Paz. Una vez terminada la secundaria a principios de los 80, me inscribí en la Universidad Autónoma de Santo Domingo, en la que funcionaba la que sería la institución formadora de escritores más importante de nuestra historia: el Taller Literario César Vallejo. El nombre lo dice todo. Aunque su creador, Mateo Morrison (debido a su imaginario de poeta de postguerra: a la izquierda reivindicativa) muy probablemente pretendiera homenajear más al Vallejo de España, aparta de mí este cáliz que al de Trilce, los poetas que nos formamos allí tomamos la vía opuesta. No podía ser menos, dado que dicho Taller fue el motor de la Generación Poética de los 80, que liberó la poesía dominicana de ataduras político-panfletarias y sociológicas, para ponerle alas de vuelo universal. Y allí leí a Vallejo. ¿Qué digo “lo leí”?: allí asumí a Vallejo.
Al respecto, recuerdo haber escrito un artículo literario titulado “Piel de Vallejo”, que fuera publicado en el suplemento cultural “Aquí”, del desaparecido vespertino La Noticia, mediados los 80. Hablaba yo –con dejo a sabor soberbio de novísimo tallerista dispuesto a comerse el mundo–, acerca de las voces que se estaban imponiendo entonces con firmeza en la lírica local y que fueron horneadas en dicho taller. Si bien el tiempo me ha dado la razón en torno a varios nombres, otros fueron derivando por desvíos, ramales, bifurcaciones, que el camino fue presentándoles. Hijos de Vallejo, encandilados por el incendio verbal de un libro con nombre extraño: Trilce.
Por aquellos años, circulaba profusamente una edición de su Obra poética completa (probablemente pirateada de la edición de Casa de las Américas, pues traía incluso un texto introductorio de Fernández Retamar). En aquel ladrillo de papel barato cubierto con pergamino gris, se hizo la luz, fue el Verbo. De pronto descubrí dos cosas que marcarían mi devenir como poeta: que era posible romper los diques del discurso y multiplicar sentidos sin dejar de emocionar(se) dislocándolos, y que, a la poesía contemporánea, si quiere permanecer, prevalecer, no le queda otro camino que revestirse, como la de Vallejo, de singularidad. Decidí que ese iba a ser mi derrotero. Por supuesto, sigue siendo tentativa.
¿Qué significa Trilce? ¿Acaso importa? Hans Magnus Enzensberger escribió que “quiere decir tres soles, o también tres monedas de sol”. Juan Larrea creía que “así como de duple se pasa a triple, de dúo a trío, de duplicidad a triplicidad, Vallejo sintió oportuno pasar verbalmente de dulce a trilce”, para expresar a continuación algo que parece ser lo verdaderamente relevante: que el cholo “se inventa la palabra Trilce –como se había inventado, tal vez con parecido afán, la palabra Espergesia– porque armoniza con su ansiedad de remitirse a una situación y a un verbo nuevos” (citas tomadas de César Vallejo, edición de Julio Ortega, serie El escritor y la crítica, Taurus, Madrid, 1974). Lo cierto es que a un contenido novedoso debía corresponderle un nombre original.
El culmen de mi vínculo, perenne, con Vallejo aconteció el año pasado, cuando fui convocado a formar parte del dossier Sien en Trilce, en el que «77 escritorxs de varia laya, idioma y “ángulo de inclinación”» intervinimos los 77 poemas que componen el extraordinario libro vallejiano. A mí me fue asignado el poema LVIII: En la celda, en lo sólido, también / se acurrucan los rincones… Cuando se publicó dicho dossier (en La Paz, Lima, París y Santiago de Chile, simultáneamente), como un número extraordinario de la revista-libro Mar con soroche, sentí que finalmente Vallejo estaba en mí. Para siempre.
A continuación, el poema de Vallejo, seguido por mi homenaje-interpretación:

Trilce: Poema LVIII – En la celda, en lo sólido, también
César Vallejo

En la celda, en lo sólido, también
se acurrucan los rincones.

Arreglo los desnudos que se ajan,
se doblan, se harapan.

Apéome del caballo jadeante, bufando
líneas de bofetadas y de horizontes;
espumoso pie contra tres cascos.
Y le ayudo: Anda, animal!

Se tomaría menos, siempre menos, de lo
que me tocase erogar,
en la celda, en lo líquido.

El compañero de prisión comía el trigo
de las lomas, con mi propia cuchara,
cuando, a la mesa de mis padres, niño,
me quedaba dormido masticando.

Le soplo al otro:
Vuelve, sal por la otra esquina;
apura …aprisa,… apronta!

E inadvertido aduzco, planeo,
cabe camastro desvencijado, piadoso:
No creas. Aquel médico era un hombre sano.

Ya no reiré cuando mi madre rece
en infancia y en domingo, a las cuatro
de la madrugada, por los caminantes,
encarcelados,
enfermos
y pobres.

En el redil de niños, ya no le asestaré
puñetazos a ninguno de ellos, quien, después,
todavía sangrando, lloraría: El otro sábado
te daré de mi fiambre, pero
no me pegues!
Ya no le diré que bueno.

En la celda, en el gas ilimitado
hasta redondearse en la condensación,
¿quién tropieza por afuera?

Calabozo a cielo abierto
León Félix Batista
(Reescritura del Poema LVIII de Trilce “En la celda, en lo sólido, también”)

A cielo abierto el canto transparente
del ave que no ha sido.

Restituyendo un torso a cada ropa en un cordel,
vistiendo a quien no está.

Me libero en la libélula,
montura en diablo equino
translúcido al encierro.
¡Arre, corre!

Mi descacharrización del osario psicofísico
truena otrora,
en mi vínculo otra vez umbilical.

No pasó de la corteza del pan mi propio prójimo,
a la mesa sobre nada,
los andamios de qué cosas
y en el ángulo movido de una foto del pasado.

Le dije: ve, destila
filamentos lacrimales;
sólo déjate caer deslave.

Y no fue así, no cede
beber de lo invisible, sin esterilizar:
el cielo escayolado en sus lesiones.

Ahora y en la hora ligado a la aridez
tendré que recoger mi capital mnemónico,
y en estados mentales retroactivos,
participar,
creer
y co-morir.

En calles, bajo el cielo de un sol pasteurizado,
ya no diré no tengo, es mío,
golpe de efecto al otro: compartiré mi escarcha,
el plato, el clima.
Un abrazo en calidad de querosén.

En la prisión del aire,
en el himen de las nubes
y en esa rama ¿dibujaré otro búho?