Vivir en la cibervida es vivir enredados en las redes sociales, obsesionados con el tuiteo o los selfies. Es, ante todo, navegar sin sentido, engullendo información hasta intoxicarnos, lo que conduce a la depresión, a la dislocación y al vacío existencial, más cuando no se tiene una autoestima alta.

Un sujeto que se exponga en las redes sociales a cada instante y viva por y para la autofoto en lo virtual, no tiene espacio para la meditación y la concentración de sus quehaceres en el plano de lo real. Su vida se le reduce en el ámbito social, se le estrecha la mente con relación al abanico de posibilidades que ofrece la vida, entrando en una forma de vida que es típica de un sujeto adicto.

De acuerdo con Echeburúa y Requesens (2012), la adicción tiene que ver con la pérdida de control, con la obsesión, con el síndrome de abstinencia, en la que se siente un malestar cuando se deja de practicar una actividad determinada en la que el sujeto se ha convertido en dependiente de ella. Partiendo de esto: “Las personas adictas a las redes sociales experimentan dependencia y pérdida de control, es decir, muestran una real imposibilidad de poner freno por sí mismas a los excesos cometidos, a pesar de acarrearles consecuencias negativas para su salud y bienestar” (p.52).

Es por eso, que vivir por y para el selfi, el chateo, el tuiteo y los videojuegos, es lo mismo que vivir únicamente para las redes, quedar atrapado en estas. El dejar de contemplar el crespúsculo del atardecer sin que medie la toma de una autofoto se ha convertido en desasosiego.

Existe una franja de jóvenes que viven en una subcultura de la cibercultura, “lo jevitos”.  Su ímpetu de grupo juvenil los hace vivir para los selfis, la cibercharla y el tuiteo; son sujetos heterodirigidos, necesitan de los otros, se pierden en los otros, siempre es un constante fugarse hacia los demás y un rechazo a la autorreflexión, por lo que no son sujetos autodirigidos.  Su misma condición de “jevitos, no los hace autorreflexivos.

Abundan los selfies, en el desayuno, comida y cena. No hay reposo ni por un segundo, ya sea en el gimnasio, el trabajo, fiesta o funeral de un familiar. Con la misma intensidad que los selfies, se utiliza el smartphone para tuitear y chartear; la ausencia de reposo en el espacio real conduce a la cibervida en el ciberespacio virtual, en la que todo es virtualidad sin mediar realidad en la que los otros también existen en lo social.

Esto no significa que hacer selfis algunas veces en el año o que el chateo y el tuiteo, como accionar de jornada de trabajo, tenga que ver con el padecimiento de esos trastornos de personalidad. No, esto se da cuando se vive a cada momento para estos.

El filósofo José Mármol, en su texto Posmodernidad, identidad y poder digital (2019, p221), aborda “el selfi como degradación del retrato”, lo enfoca como “un modo de autoexplotación semiótica” (…), en la que el sujeto se “autoexplota en la dinámica digital, tratando ser cada vez más eficaz en el rendimiento, más ubicuo, estar más conectado, ser un fenómeno de celebridad efímera en las redes sociales, así como tener mayores volúmenes de seguidores en una comunidad virtual” (…).

Lo expuesto por Mármol sucede siempre y cuando se viva para el selfie, ya que artistas, actores de cines, los principales líderes del mundo y muchas personalidades que de vez en cuando en el año se hacen selfies, no tienen nada que ver con ese cuadro de trastorno psicológico, que también tienen comunidades cerradas entre ellos, aunque muchos se abren al público. No pretenden ser famosos, si ya lo son, o incluso lo fueron antes de aparecer las redes.

En el interesante ensayo “El selfi: La vida retratable”, Vanessa Londoño López explica cómo los selfis tienen mucho que ver con “la exposición del yo”, aunque esto no es nuevo ni se restringe al tema en concreto a de los selfis, dice ella, ya que el pintor del surrealismo Van Goh, “padeció graves depresiones derivadas de la falta de reconocimiento de sus pinturas” (…). Luego de su muerte fue que tuvo tal reconocimiento, lo que “se le atribuye a la automutilación de su oreja y posterior suicidio. De la primera, quedó uno de los 27 autorretratos que pintó sobre sí mismo, y que con la ayuda de un espejo se pintó con el lado izquierdo de la cabeza vendada” (López, 2014, p.54).

Cobra importancia la crítica a los efectos sociales y culturales que están acaeciendo en el cibermundo, como son las ciberadicciones y algunos puntos neurálgicos, como el caso del selfi, el tuiteo o chateo, pero no se puede caer en generalizaciones, hay que tener en cuenta los estudios de rigor, puntuales, que no implican a la mayoría de los sujetos que navegan por el ciberespacio, entre los cuales se encuentran cientos de millones de trabajadores que cada día van edificando el cibermundo en lo social, político, cultural, económico y educativo entretejido de control virtual.

En ese cibermundo se dan relaciones sociales virtuales e interactivas muy importantes y positivas, como son las relacionadas a los investigadores, periodistas, los psicólogos o los hacktivistas y los mercadólogos.  Todos esos sujetos cibernéticos, tienen el tuiteo, chateo como fuente de trabajo en el ciberespacio, las redes sociales. Además, como bien dice la investigadora Helena Matute, de que millones de personas navegan por el ciberespacio “durante horas en sus días, en sus centros escolares, en sus trabajos, en su tiempo de ocio, y podemos comprobar, sin ningún género de dudas que la inmensa mayoría de ellas no sufre daño alguno”. Esto no significa (…), “que no haya personas que estén utilizando mal la red y haciéndose daño, pero el hecho de que algunas personas tengan problemas en internet no implica que la Red sea adictiva” (Matute,2014, p.33).

Su enfoque parte de una relación fundamental que hemos venido trabajando desde hace más de dos décadas: el sujeto cibernético y su relación con los dispositivos digitales en el cibermundo. De ahí, que ella explique que: “hay personas que muestran síntomas de usar la Red en exceso cuando se inician en el mundo virtual, pero, lejos de aumentar su consumo con los años, suelen normalizarlo cuando Internet va dejando de ser algo novedoso para ellas” (ídem).

Hay algunos casos en la que el esquema de mi investigación articula el estudio de la ciberadicción en lo que Matute llama el uso problemático de Internet y como el sujeto anula su “voluntad, su capacidad de estudio o trabajo, incluso sus horas de sueño y hábitos básicos de higiene y de alimentación” (p.41).

Sin embargo, muchos sujetos ya presentaban problemas de salud: depresión, ansiedad antes de navegar por el ciberespacio de manera persistente. Hay que situar a los sujetos con relación a los entramados de poder y control virtual y no a los dispositivos tecnológicos digitales.