En una ocasión, hace ya mucho tiempo,  me tocó evaluar una revista con el objetivo de mejorar la siguiente edición. La figura de la máxima autoridad salía en las 45 fotografías contenidas y los pies de fotos estaban plagados de loas. No contenía ni una historia humana que engrandeciera a la institución gubernamental que la patrocinaba.

Desde entonces, la tendencia ha sido la misma en publicaciones impresas estatales y privadas. Pero también en vallas, carteles, banners, bajantes, cruzacalles, afiches y otras formas de publicidad exterior en cualquier rincón del territorio nacional. Igual en la radio, la televisión y las redes sociales.

La constante ha sido el sobredimensionamiento del “jefe” o la “jefa”, sin que falten extravagancias como las apariciones de fotos de relacionistas o gerentes de comunicación, como si fuesen modelos de pasarelas o representaciones de superhéroes de ficción como la Mujer Maravilla o Superman.

Presidente, alcaldes, directores de distritos municipales, legisladores, presidentes de juntas de vecinos, gremios, sindicatos y clubes son presentados como filántropos constructores de obras cuyos recursos provienen del erario, nunca de sus bolsillos.

El asunto es peor porque tales acciones, en general, nada tienen que ver con espontaneidad ni magnanimidad de individuos. Resultan de sostenidos reclamos populares y, muchas veces, del capricho politiquero que, a menudo, se distancia de políticas públicas y de prioridades comunitarias.

Ni hablar de eficiencia y eficacia comunicacional porque nada positivo se puede esperar de una hemorragia de dinero  en propuestas chapuceras. Sólo evocan el culto a la personalidad de la era de Trujillo (1930-1931) en que toda obra debía llevar la efigie y una apología del tirano, o de su madre, sus hijos, mujeres. Si no, era rechazada por su “mala calidad” constructiva. El culto al delirante “jefe” debía asumirse como parte imprescindible de los diseños. Un absurdo propagandístico que aún perdura. Un evitable ejercicio de dilapidación de recursos.

SALTO GIGANTE

En el municipio Salvaleón de Higüey, capital de la turística provincia La Altagracia, 166.6 kilómetros al este del Distrito Nacional, el recién posesionado alcalde, Rafael Barón Duluc –alias Cholitín-, 46 años, no sólo ha bajado del trono de la alcaldía a una representante de la poderosa dinastía del veterano senador Amable Aristy, su hija Karina.

Él acaba de disponer una acción sin precedentes que debería trascender los límites de su jurisdicción y servir de espejo a funcionarios y ejecutivos privados de todo el país.

Ha prohibido que sus fotografías sean usadas en la publicidad de la institución que dirigirá por cuatro años.

Conforme sus palabras, será diferente a muchos políticos que, cuando ganan una posición, apelan a la costumbre trujillista de colocar sus fotos en las oficinas, en ambulancias, en vehículos y en las vallas.

“… Se acabó la vieja práctica de colocar la cara de un político. La alcaldía no es de Cholitín, es del pueblo de Higüey… ”, ha sentenciado el joven político. 

Excelente. Una decisión muy inteligente.

Parece que él ha olfateado el hastío provocado en la gente por el excesivo culto a la personalidad. Y, de paso, se habría enterado de otras estrategias comunicacionales más profesionales y modernas para venderse sin agredir a los munícipes, a quienes pagan impuestos.

Es importante, sin embargo, que su sana actitud se extienda hasta redes sociales, programas radiofónicos y televisuales porque sería un sinsentido si se agotara entre los estrechos límites de la publicidad exterior.

Profesionalidad, creatividad y optimización de los recursos invertidos en mala publicidad es lo menos que se puede exigir en tiempos de crisis económica.

La de Cholitín es una noticia positiva que no debería perderse bajo la espesa bruma epidémica del SARS-Cov-2, ahora con su nueva careta de COVID-19.

Emulemos los buenos ejemplos.