Charles Simic –nacido como Dušan Simić en 1938 en Belgrado, hoy capital de Serbia, como lo fue de la desaparecida Yugoslavia– acaba de fallecer en la ciudad de Dover, New Hampshire, Estados Unidos, este 9 de enero de 2023. La niñez vivida en plena Segunda Guerra Mundial marcaría su visión de la existencia, volcada en varios libros de poesía y prosa. Luego le sobrevendría otra experiencia primordial: la partida de su grupo familiar hacia Estados Unidos (arriba en 1954, siendo quinceañero), a la que siguieron estudios en Chicago y largas tardes en la Biblioteca de Nueva York, leyendo páginas y páginas de antropología y folklore, procurando introducir una conciencia mítica en su poesía (para acabar creando sus propios mitos de las cosas comunes y cotidianas: salones de baile, los dedos de una mano, el polvo sobre un piano).
Fue en una noche de esas, en la isla de Manhattan, y específicamente en el salón oscuro de un night club, que Charles recibió sus iluminaciones de manos del saxofón tenor soplado por los pulmones inefables del negro Sonny Rollins: quedó maravillado de encontrar tan claramente establecido en las melodías de jazz aquello que él, tan afanosamente, buscaba fijar en su poesía. “La lección que aprendí fue –diría luego–: cultiva la anarquía controlada”. Una improvisación de letras sincopadas. Así fue como Thelonius Monk o “Bird” resultaron ser mejores modelos de artistas para él que la mayor parte de los poetas que leía.
Desmantelar el silencio –parafraseando uno de sus títulos– es una posible definición de su sensibilidad. Recuerda en un escrito de carácter autobiográfico sus noches de infancia en Europa del Este atento todo el tiempo a la radio, casi inaudible en sus notas acerca de la guerra y transmisión en clave morse. Escuchando el silencio, dijo, él podía acercarse más a la verdadera esencia de las cosas. Para plasmar esta idea elaboró un estilo que combinaba la fascinación surrealista con recurrentes arquetipos y el interés imaginista, para alcanzar una observación precisa de las cosas. De ahí que sus “object poems” (sobre una cárcel, un delantal, una escoba) estén entre los más celebrados por el público y la crítica. Ello explica, además, su interés en el artista de la plástica Joseph Cornell, sobre cuyo imaginario escribió el maravilloso opúsculo “Alquimia de baratijas” (publicado por la UNAM en México como “Alquimia de tendajón” en 2006).
Sin embargo, la superrealidad que le servía de venero es bastante figurativa y reposa en el lenguaje de lo maravilloso y de la desnudez emocional, de ahí que se le asocie con la espontaneidad que los primeros surrealistas –como Breton y Robert Desnos–, forjaron en sus experimentos de escritura automática. Su poética es la del gesto surreal torcido, la imagen lúcida y alucinatoria y el lenguaje que éste envuelve, con su inclinado y abrupto movimiento de percepción a percepción. Aparte, adapta la elevada retórica que nos alienta a convertir en fetiches el amor, el miedo, la devoción, la aflicción: la mitologización del yo y las obsesiones con la soledad y el aislamiento.
Simic se preguntaba por qué las personas han de tener el monopolio del ser, y describía con especial reverencia lo feo e ignominioso. Ciertamente que este acercamiento a los objetos –con sus neurálgicas prescriptibilidad, depreciación, caducidad, caída–, le sirve para crear distintos mundos y después desmantelarlos en el silencio y la invisibilidad. Una vez que Simic descubre la versatilidad que le provee la forma híbrida de la poesía en prosa, escribe su excelente y aplaudido libro The World Doesn’t End (1989, traducido como “El mundo no se acaba” por Jordi Doce, uno de sus más conspicuos difusores en nuestra lengua, y publicado en 2013).
El tercero de sus textos, Desmantelando el silencio (1971), desató una serie de reconocimientos (becas Guggenheim, National Endowment for the Arts, MacArthur Foundation; premios Poe, Academia de las Letras y el PEN para traducción, hasta llegar al Pulitzer en 1990 por el ya mencionado poemario en prosa El mundo no se acaba) que lo ubicaron como uno de los grandes poetas norteamericanos de la época. En 1996 fue finalista del National Book Award en poesía por Walking the Black Cat y en 1995 electo a la Academia Americana de Poetas.
Sus influencias han sido localizadas en Vachel Lindsay, Hart Crane, Carl Sandburg y Theodore Roethke, además del yugoslavo Vasko Popa, a quien tradujo. En el terreno de sus contemporáneos se le vincula a James Tate, Nathaniel Tarn y Philip Lamantia como continuadores con él de cierta subterránea corriente surrealista (también presente en John Ashbery) y a Andre Codrescu, quien emigró también desde Europa del Este y se afinca como escritor singularísimo de la lengua inglesa. Igualmente, se considera que el género musical blues, con su inventiva verbal, erotismo y sentido trágico de la vida ha influido en sus textos. Simic se describió a sí mismo como un realista-surrealista, colocado entre dos vías de visión.
Poetas españoles y latinoamericanos de diferentes países han buceado a por sus perlas literarias, recibiendo y aceptando sus influjos. Esto gracias a que ha contado con excelentes traductores –como el ya mencionado Jordi Doce, Juan Carlos Galeano, Nieves García Prados, Martín López Vega, Antonio Albors Fonda, Mario Lucarda, Javier Gutiérrez Lozano…– y una gran cantidad de libros vertidos al castellano, entre ellos El pollo sin cabeza, La voz a las tres de la madrugada, El lunático, Garabateado en la oscuridad, La vida de las imágenes, El monstruo ama su laberinto, Libro de dioses y demonios, Una mosca en la sopa, Acércate y escucha, Jackstraws, Picnic nocturno, y más.
Yo estuve muy cerca de conocer a Simic, el miércoles 11 de mayo de 1994, cuando asistí al evento organizado para celebrar los 80 años de Octavio Paz en The Metropolitan Museum of Art de Nueva York, pero no acudió. Poco después cedí a la tentación de traducirlo y difundir sus textos. Como homenaje a su vida y gran obra, entrego a mis lectores (si alguno) dos de esos poemas suyos, originalmente publicados en el desaparecido suplemento Isla Abierta del periódico Hoy, Santo Domingo, 2001. Esto porque, al fin y al cabo, un escritor reside en sus palabras.
La bañista
Donde la senda al lago tuerce fuera de la vista,
Una racha de polvo, de las que obligan a escapar,
Es lo que vi en la claridad muriendo,
Derrumbándose la noche en todas partes.
Una rama baja torcida por las hojas
Oscilando brevemente donde la sombra cae
Más densa, una bañista rezagada
Desnudándose allí mismo para un rápido buceo
(¿O es mi soledad tendiéndome un ardid?)
Cabello sujeto desatándose, decidido a flotar
Cuando ella da la espalda, permitiendo
A la corriente adormilada llevarla como guste
Detrás de la última rama goteante
Hasta donde se abre el cielo
Negro como el agua bajo sus blancos brazos,
Esforzándose en la noche, profundizándose en lo quieto,
Las copas como bordes de papel carbonizado,
Incluso los insectos raramente recluidos
Mientras yo me esforzaba por oír un chapoteo,
O vislumbrar su rápida espalda entre la ropa…
Y al no lograrlo simplemente me senté.
El raro ímpetu del viento entre las hojas
Todavía me embauca de cuando en vez
Hasta que el frío me obliga a regresar.
Momento heroico
Yo fui montando al pelo a la batalla. El propio presidente se enteró de mi insolencia. Me habían dado a cabalgar un penco cabalgado por las pulgas. Viajaba en compañía de los cuervos, suplicándoles que, por favor, me recordaran. Llevaba un cuchillo de casita de muñecas en la boca, la bacinilla de plástico rojo en la cabeza como casco.
Cuando supo la noticia, mi madre obligó a la flota a privarse de los vientos favorables en su camino a Troya. Bruja, la llamaron, bruja sucia –y ella, tan bonita, cortando las cebollas, riéndose y llorando sobre las sartenes.