A la distancia en que nos encontramos de las elecciones presidenciales cabe entender como normal la entrada en escena de una nube de sociólogos, expertos, analistas, opinólogos y videntes, crispando el ambiente nacional con la emisión de pronósticos -que frecuentemente encubren sus preferencias partidarias-, sobre el resultado posible de la justa comicial venidera.

Resulta igualmente entendible la “certeza imbatible”, con petulancia de libogata (Jimmy Sierra), con que plantean y sostienen sus juicios y conclusiones. Suponen que al final de la procesión, la batahola del triunfo y el pataleo de la derrota lo cubrirán todo y el “prestigio” tirado a la palestra permanecerá incólume.

La narrativa contrafactual referida al retiro del presidente Abinader, cimentada en tenues reparos familiares, supone la existencia, no comprobada, de genes libaneses con fuerza para defraudar a pesos pesados de su entorno. Tal posibilidad, sin que se descarte al cien por ciento, deviene increíble, incluso si solo se partiera de los aplausos generados por ciertas encuestas.

Conste que el presidente, libre de impedimento constitucional para repostularse, no ha sido concluyente en absoluto. En este orden, está a años-luz del agrónomo Hipólito Mejía, cuando en el período 2000-2004 negó alrededor de cincuenta veces que no se postularía y se postuló, porque la última palabra es la que vale y a las cincuenta es la vencida. Para ello atropelló la Constitución, dividió su partido y perdió.

Aunque la presunta nolición del presidente Abinader no supera los   barruntos, a penas imperceptibles, la infoxicación imperante empuja la especulación en la dirección de que tal retiro sería una catástrofe.

Según los afines, resulta impensable renunciar a un “triunfo sellado”, tanto por las altas realizaciones gubernamentales, como por la “ausencia” de oponentes válidos.

Hablar de derrota -los mismos afines-, no cabe en nadie que tenga el ombligo hacia adelante. ¡Sencillamente no se conciben las elecciones sin el presidente como candidato!

Para quienes se aventuran a “hacer cocote”, bien cabe recordarles a Abigail Mejía y repetir con ella “¡sueña Pilarín!”

Ciertamente, el presidente dominicano está lejos del horno judicial vivido por ciertos mandatarios. El ecuatoriano Guillermo Lasso, por ejemplo, sin evidente impedimento constitucional, renunció a presentarse como candidato en las elecciones de su país…. Su huida, sin embargo, no guardaría similitud con el presunto retiro del presidente Abinader.

La dejación de Lasso estuvo condicionada por el juicio político al que lo había sometido la Asamblea Nacional, dominada por la oposición, en razón de haber incurrido aquel en el delito de peculado. Ante el peligro de ser defenestrado, el sujeto vio una tabla de salvación en la cláusula constitucional que le permitía decretar la “muerte cruzada”: disolución del parlamento y convocatoria a elecciones anticipadas, en las que proclamó que no se presentaría.

Para la adopción de tan “alto gesto de desprendimiento”, Lasso alegaría, sin fundamento, la existencia de un estado de conmoción interna y grave crisis política.

Muy diferente resultaría la renuncia del presidente peruano Pedro Pablo Kuczynski, en marzo, 2018. Aunque este alegó obstaculización congresual y “clima de ingobernabilidad”, lo cierto es que la mayoría legislativa lo acusaba de “actos indebidos” y de ser garitero en las coimas de la constructora brasileña Odebrecht.

En el caso de la “renuncia” del presidente haitiano Jean Bertrand Aristide (febrero, 2004), hay tela que cortar. Considerado un “comunista” que restableció relaciones con Cuba y con la Venezuela de Hugo Chávez, era un incordio; un mal ejemplo en un continente de “paz y derechos humanos” a la Tío Sam. En realidad, se trató de un madrugonazo orquestado por el gobierno USA de George Busch, la Francia de Jacques Chirac, la OEA de César Gaviria Trujillo, la Iglesia católica y los oligarcas criollos.

En la ocasión, Busch incluso dispuso el envío, a territorio haitiano, de un contingente de marines. Entiéndase: un contingente de salvadores de Haití.

El trauma no guardaría ninguna relación con una presunta renuncia del presidente Abinader, más si se tienen en cuenta las superbas relaciones del gobierno dominicano con Washington, la OEA y demás “defensores de los derechos humanos”.

Renuncia propiamente dicha fue la del rey Eduardo VIII de Inglaterra, en 1936. Este abandonó la corona para contraer nupcias con Wallis Simpson, una estadounidense “plebeya”, divorciada más de una vez.

Por supuesto, tal renuncia estaría muy lejos de la presunta del presidente Abinader, ya que este, de abstenerse de participar en las elecciones, no estaría renunciando a un segundo período presidencial, sino tan solo a la posibilidad de tal.

También vendría a ser muy diferente la dimisión del general de brigada y presidente guatemalteco Otto Pérez Molina, en septiembre, 2015. Este se vio obligado a abandonar el poder tras una ristra de acusaciones graves, con énfasis en la defraudación aduanera mediante la red mafiosa denominada La Línea.  No cabría comparación posible con la dominicana.

Bien vista, una presunta renuncia a la postulación del presidente Abinader, sin los imperativos que han llevado a otros presidentes a abandonar el escenario, presentaría el caso como poco común. Los ruegos y súplicas de sus correligionarios, para que reconsiderara la decisión, serían ensordecedores, no tanto por el renunciante, sino por lo que significaría para los propios intereses de los suplicantes.