Los antiguos egipcios tenían cementerios de animales porque creían que estos tenían almas. Eran animistas y totemistas. De ahí que adoraron al buey Apis. Por eso había cementerios para chivos, gatos y perros. Los antiguos tenían la creencia de que los animales tenían alma. In illo tempore, los hombres creían que había vida más allá de la muerte: metempsicosis o transmigración del alma y la reencarnación. Algunas doctrinas ocultistas, místicas, cabalísticas y teosóficas antiguas creían también en el alma animal.

Esta introspección viene a cuento, en virtud de la aparición de una práctica posmoderna conocida como cementerios de mascotas. Ya existen compañías que se ocupan de ofrecer los servicios de inhumación y hasta de cremación de estas criaturas. Organizan todo el ritual de las exequias, que incluye la colocación de una lápida con un epitafio que hace constar fecha de nacimiento y muerte del animal, y aun el uso de ataúdes ecológicos o urnas para enterrar a estos seres (perros, gatos, etc.). Existe incluso una Asociación Internacional de Cementerios de Mascotas que aglutina a todas estas instituciones funerarias de mascotas. Pensar en una morada para el cuerpo sin vida de un animal es creer que tienen alma -o que, al tener vida, tienen alma.  Si los hindúes veneran a la vaca es porque creen que es un animal sagrado, sin embargo, no hay cementerios de vacas. Por mucho que amemos a los animales, estos no crean cultura ni arte, pues no tienen conciencia, ni imaginación: solo instinto para hacer nidos o panales (aves, abejas, avispas…). No hacen ciencia, ni tecnología, ni historia. Porque tampoco piensan ni tienen lenguaje, aunque algunos desarrollen ciertas facultades propias del hombre. Viven en la naturaleza, pero no la dominan, aunque sienten dolor y se emocionan.

En la antigüedad esta práctica era individual, y acaso más ingenua. Hoy se ha generalizado y transformado en un signo, acaso “burgués” de bienestar. ¿Es una nueva sentimentalidad que raya en la banalidad?, y que en otras naciones se ha convertido en un poder, cuyas asociaciones procuran una defensa de los derechos de los animales que bordea lo inimaginable e “irrisorio”. Sabemos que el ser humano demanda compañía para combatir la soledad, el tedio y la abulia, y los animales domésticos han jugado –y juegan- un gran rol, incluso para enfrentar el estrés de la vida moderna y urbana. Y que los animales que hacen de mascotas contribuyen a crear un efecto psicológico de cura y relajación de la mente, y hasta para ejercitar el cuerpo. Pero no menos cierto es que ese sentimiento de amor a los animales ha venido a competir con el amor al prójimo. Muchas veces somos más solidarios y sensibles con una mascota que con una persona. Inventar cementerios para mascotas –a mi juicio- atentan contra el sentimiento, incluso, religioso, pues pone en crisis los valores espirituales y cristianos, y aun, ritos, costumbres y tradiciones- y ninguna religión cree en el alma animal. ¿Cremar las mascotas no es pensar que tienen almas? ¿Construir un cementerio para ellas no es creer que tienen memoria y sentimiento? ¿No es crear nuevos ritos que rayan en la cursilería y el esnobismo? Falta que le hagan misa de cuerpo presente, novenario y esquelas. Y homilías y responsos.

La defensa de los animales ha de ser un deber humano, pero no una excusa sin límites para la creación de ceremonias que riñen contra la moral, las costumbres nacionales y las creencias religiosas. Amo a los animales, por su fidelidad, pero amo aún más al ser humano, mis semejantes, amén de sus defectos.