Escena 1
Una tarde a principios de los 80 —con un poco de esfuerzo podría incluso recordar el año—, el profesor y poeta Pedro Mir se quedó conversando con algunos de sus alumnos a la salida de una de sus clases de Estética en la UASD.
En un descuido suyo, aproveché para preguntarle qué le había parecido mi librito Mar abierto, del cual le había obsequiado días atrás un ejemplar. Como fino conocedor de la naturaleza humana que era, Pedro Mir ni siquiera tosió antes de soltar que le había parecido muy bien, pero que, en su opinión, yo tenía que hacer algo para acortar mi nombre, puesto que el que había puesto en la portada de mi libro le parecía muy largo: Manuel Ramón García Cartagena. Acto seguido, ante la risa de todos, comenzó a sugerirme nombres como “Manuel Ramín”, “Manuel Ramo” y otras variaciones del mismo estilo.
Que los maestros se burlaran de sus alumnos era algo sumamente frecuente en aquella época, pero no es de eso que quisiera hablar aquí, sino de que, a ese consejo de Pedro Mir le debo haber caído en cuenta de que el nombre de un autor, sobre todo si es literario, no es un signo cualquiera, y comencé a pensar seriamente en hacerme de un seudónimo.
Escena 2
Mañana de un sábado de principios de los 80. Poco tiempo después de lo anterior. Tres señores a los que entonces sólo había visto juntos únicamente por televisión entraron y saludaron, vestidos de traje y corbata, por la puerta de la librería La Trinitaria. Uno de ellos era Andrés L. Mateo, a quien conocía por haberlo visto en los pasillos de la UASD; el otro era el escritor Pedro Peix, y el tercero, el poeta Tony Raful, a quien también había visto en la UASD.
Saludé a Mateo, y seguí revisando libreros. Ya no recuerdo de qué manera sucedió, pero, en un momento, Raful se me acercó y me lanzó a quemarropa la primera pregunta (la falsa): “¿Tú eres Cartagena, verdad?” A mi respuesta afirmativa le siguió otra pregunta (la verdadera): “¿Y es verdad que tú eres sobrino de doña Aida Cartagena Portalatín?”
Era la primera vez que me veía obligado a responder por una vinculación que, a decir verdad, nunca tuvo para mí mucha importancia. De hecho, creo que esa precisamente fue la razón de que alguien (no una “inteligencia gris”, por cierto, sino, como mucho, alguna parda estolidez), se dedicó a hacer correr cobardemente la bola de que a mí me molestaba que me vincularan a la que fuera en vida hermana paterna de mi abuelo materno, es decir, mi tía abuela materna.
No obstante, como en aquella época —ni extralúcido que fuera— desconocía hasta qué punto algunos códigos sociales constituyen un tabú en una sociedad tan provincianamente conservadora como la dominicana, me limité a constatar que, cada vez que precisaba, a modo de respuesta: “Ella era la hermana de padre de mi abuelo materno”, pasaba un ángel o se rompía algún plato en algún rincón del horizonte cuadrado.
Hasta que una noche —supongo, pues siempre he sido más lúcido de noche que de día— me dije que a mis compatriotas la verdad siempre les cae peor que la mentira, y decidí cambiarme el nombre por otro “de guerra”, como se decía en una época pasada, antes de que ese sintagma pasara a connotar otra cosa. O dicho de otro modo: decidir poner en práctica el consejo de Pedro Mir.
Escena 3
Como había crecido escuchando el mismo chiste pendejérrimo: “¿Carta ajena? ¿Y de quién es la carta?”, sabía perfectamente que no había ningún heroísmo en el acto de soportar estoicamente el bullying (la cuerda, se decía entonces), desde el colegio hasta la universidad, sin estallar de alguna manera que no siempre era poética.
De nada sirve, en esos casos, poner cara de culo, pues, como se sabe, no hay nada más necio que un necio que pretende hacerse el chistoso. Por suerte para mí, alguien que considera un chiste esa forma de imbecilidad tampoco es muy inteligente, y por eso, durante los primeros meses luego de que comenzara a publicar artículos y poemas en los suplementos literarios de los ochenta bajo el nombre de G.C. Manuel, muy pocos se imaginaban que detrás de ese nombre estaba yo.
Mientras duró, aquella fue para mí una experiencia inédita, el sueño de la mayoría de los dominicanos que eran como yo: convertido en un extraño, no solo publicaba, sino que peroraba sobre esto, aquello y lo de más allá. Creo que fue la única época en toda mi historia como escritor dominicano en que me he sentido auténticamente feliz de ejercer lo que, para mí, ha sido a la vez un oficio, una profesión, un medio y un modo de vida.
Escena 4
Una noche, en el Rafle’s Pub, días después del lanzamiento del libro El ojo del arúspice, del poeta José Mármol. Acodado en el bar, consumía un gin & tonic, que era el trago que siempre pedía cada vez que iba allí cuando, a mis espaldas, escucho el inicio de una conversación entre un hombre y una mujer acerca del libro de Mármol.
Luego de los elogios al libro, el hombre le pregunta a la mujer qué le había parecido el texto que aparecía al final. Sin dudarlo, la mujer elogió el texto y el hombre agregó que pensaba que el autor era extranjero. En ese momento, me doy vuelta y saludo al difunto Humberto Frías y a la profesora italiana Vanna Ianni, pero no digo nada acerca de que G.C. Manuel era yo. Luego continúo consumiendo mi trago.
Según quien cuente la historia, el protagonista pasa, de ser el yo, a ser una de las circunstancias: curiosa manera de escindirse únicamente explicable por el hecho de haber sido pensada por un hombre de ideas acomodaticias y de doble tirante, como algunos cajones: Ortega Y (¿notaron la mayúscula?) Gasset. Culpas son del yo, y no de las circunstancias. O viceversa.
No obstante, un apellido es un apellido, aunque, por lo menos en nuestra cultura, por lo general son dos: el paterno y el materno, de manera que, como circunstancia, todo apellido es bastante “yoico”, y como fórmula del yo, resulta lo suficientemente circunstancial como para justificar cualquier medida que implique la toma de distancia respecto a sus implicaciones sociales.
En las sociedades hispánicas, en efecto, la esquizofrenia es la madre de la razón social individual. Esa, y no otra, es la raíz de nuestro gusto por los apodos, los alias o los “nicks” —como dicen ahora nuestros sobrediplomados menos educados. Si el nombre es el que “da el ser”, como presuponía Platón, entonces todos los que en los países hispánicos portamos varios nombres y dos apellidos estamos dotados de una poco envidiable multiplicidad óntica. Razón de más para que resulte sospechoso cualquier empleo exclusivo de una de esas marcas nominales que parezca empeñada en obliterar a todas las demás.
Esa es, ridículamente resumida, una parte de la parte publicable de mi experiencia como Cartagena. Mis hermanos, que por suerte son todos más inteligentes que yo, saben que nunca me ha interesado representar a nadie, ni siquiera a mí mismo, pues pienso que, fuera del campo de lo puramente jurídico, hay que sentirse muy poquita cosa como persona para aspirar a convertirse en el representante de otra, aunque sea uno mismo.
Como me formé en la religión del trabajo, nunca he considerado un privilegio ser un apellido. Y ciertamente, el cultivo de esa religión es otra de las pendejadas con las que he tenido que cargar durante una buena parte de mi vida, ya que, como se sabe, del dios del trabajo, llamado Ponos, se dice que era hermano de Algos (“Dolor”), Lete (“Sueño), Limos (“Hambre”) y Horkos (“Maldición”) y por tanto, fue engendrado por la diosa Eris (“Discordia”) por sí sola, lo cual significa que Ponto solo tenía un apellido.
Por supuesto, como yo, de divino solo tengo la calvicie, me paso el tiempo dudando entre buscarme un nuevo nombre para comenzar otra historia o escribir nuevas historias en las que me invente otras maneras de ser. Y todo porque, a decir verdad, nada me resulta más difícil que convencer a mis lectores de que lo mío no tiene nombre.
Pero claro, esa es otra historia.