Carnavá (SD: Taller, 1979), de Ángel Hernández Acosta, versa sobre la vida de Lucas Sena, alias Carnavá, de la otrora Barbacoas, ahora Villa Jaragua, sin ningún género de dudas, la única figura trágica en la épica regional de nuestra literatura, condición que resalta en dicha obra.

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Ángel Hernández Acosta

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Retrato hablado de Lucas Sena Carnavá por César Rivas.

El caudillo barbacoero fue hijo de Manuel Sena y Sena, de sobrenombre Merongo, quien había combatido en la guerra de la Restauración en Neiba, y de Mercedes Méndez, conocida en su aldea como Merced Nona. Merongo bautizó a su hijo con el nombre de Lucas a secas en honor de Lucas Evangelista De Peña, héroe restaurador en la Línea Noroeste (Véase Alexander Ferreras Cuevas, “Carnavá: cara oculta de un escenario histórico y cultural”, El Siglo, 28 de septiembre 1996), y por efecto indirecto –sea que haya desconocido el segundo nombre de De Peña, o por otras razones– le habría agregado Evangelista de manera oficiosa después, como se recogerá en las tonadas que cantará Carnavá en sus mejores tiempos.

Producto de su época –de la que no debe desgajarse–, Carnavá, personaje principal de la obra homónima, se involucra en asuntos de armas desde muy joven. Se decanta por la vida revolucionaria inspirado en el pasado de combatiente que tuviera su padre, quien, siendo su hijo aún adolescente, le enseña a manejar la carabina, estimulado por las muestras de precocidad que había dado el mozalbete.  Más aún, una prefiguración de lo que sería el perfil de Don Juan y de guerrero en Carnavá la descubren sus padrinos en el mismo día de su bautismo en la iglesia San Bartolomé de Neiba.

Carnavá, seguidor del bando de Los Bolos de Juan Isidro Jimenes, conoce a Pancha Pérez, hija de Martín Pérez y doña Chucha Matos, dos reconocidos horacistas del centro de Barbacoas, siendo él del sector de La Madre, de las afueras del entonces villorrio. Marcadas diferencias políticas entre yerno y suegros, y arraigados prejuicios de clase por parte de estos contra aquel, darán pie a una tensión que no cesará sino hasta el día de la muerte del caudillo en el antiguo Rincón de Ají, ahora Cabral.  Para deshacerse de su hijo político, la familia Pérez Matos recurre a su amigo y compadre, Fidel Bulla –hijo de Viejo El Mocho, el del legendario duelo con Che Blanco– con tal de que provocara y le diera muerte a Carnavá en una gallera en Las Clavellinas de Neiba, la de Manolao, acción, que, en cambio, le costó la vida al primero en el acto.

Más tarde, por un desplante que le hiciera Zoilo Rosario a una de las mujeres de Carnavá en la oficina de Aduanas en Jimaní, que comercializaba productos en Haití, se le atribuye haberle quitado la vida al aduanero, crimen que habría encargado ejecutar a sus seguidores. Desde ese entonces, el hijo de Merongo opta por hacer mutis del escenario en el que se movía, motivo por el cual será perseguido sin desmayo por las autoridades de Neiba hasta su desenlace en Rincón de Ají.  De hombre a lo sumo esquivo –rasgo que se destaca en varios de sus cantos poco antes de ser fusilado–, sus enemigos políticos se valen de doña Chucha Matos y Pancha Pérez como señuelos para atraerlo a la trampa en la que cae finalmente: “Yo estuve más de seis meses”, se lamenta Carnavá en versos, “de cerro en cerro nomá’,/ chivo tan bronco como éste/ metido en este corrá”. Y en una vieja tonada de los tiempos del Gobierno de los Seis Años de Baéz que reactualiza, nos dice: “Al que le llega su hora, /como a mí ya me llegó,/ lo único que le queda,/ es confesarse con Dios”.

Como acabamos de ver, Carnavá se enmarca, por su temática, dentro del ciclo de novelas que trata de la montonera en nuestra cultura, y que, por lo tanto, desde una postura conservadora, cuestiona el estado de caos y zozobra que vivió el país a finales del siglo XIX hasta 1916, específicamente, fecha en que ocurre la ocupación militar yanqui al suelo patrio. Por tal razón, algunos de nuestros narradores se resienten y resisten esa falta de paz social que afectó la República Dominicana para lograr la estabilidad política y económica que necesitaba para encaminarse por el progreso en aquellos entonces.

Carnavá se ha vendido entre la crítica como la única novela, de Hernández Acosta, publicada a finales del decenio de los años setenta, unos siete años después que diera a la luz su cuento largo, Otra vez la noche, en 1972, ambos textos con un tema en común, el de la condena a las constantes revueltas que sucedieron en tiempos de la manigua en la República Dominicana. Como explicamos en otro lugar, dicho cuento es una extraña reconstrucción tardía, y si se quiere, decadente, sobre el referido periodo en el país, en particular, si retrocedemos siete años, esto es, a los tiempos de la guerra de Abril de 1965 a la que habría resistido.

Decimos que Carnavá se ha vendido como la única novela porque, a decir verdad, salta a la vista una indefinición en términos de género literario para encasillar la referida obra. Algunos críticos la catalogan como relato, otros como épica, otros como novela, y algunos como la versión narrativa de Compadre Mon (1943). A nuestro entender, si de algo debemos estar seguros es que Carnavá, definitivamente, novela no es, puesto que muy poco en ella se mueve en sentido dramático: los personajes no están del todo bien delineados; hay una continua confusión en los cambios de posición entre el autor como narrador y Juan Bobó, quien pasaría a ser el narrador principal de la obra; el todo anda por un lado y las partes por el otro y demás. En nuestro caso, pues, convenimos en que esta obra de Hernández Acosta es un largo poema en prosa.  En efecto, un permanente flujo poético atraviesa sus páginas desde sus inicios hasta el final.

La obra más conocida de Hernández Acosta se desarrolla las más de las veces en versos. Es rítmica y musical, debido al uso constante del símil, de metáforas, de símbolos poéticos, de paralelismos en frases y oraciones, de estructuras balanceadas, y de otras figuras, igual por el empleo del humor y el recurso de la ironía, así como por el lirismo en que se desenvuelve el texto, lo que la hace única en los textos narrativos nacionales que tratan de la montonera. De ahí su indudable aporte a la literatura dominicana. A guisa de ejemplo, veamos en los siguientes fragmentos algunas muestras de las figuras utilizadas por Hernández Acosta en su obra: “Era como el rocío para un beso en la mejilla, y para un acto de hombría, era como el fuego”, imágenes poéticas con que el autor inicia Carnavá; su utilización del símil en el verso “Aquel Carnavá que gorjea como ruiseñor de sueños en el candoroso nido de sus mentes vaporosas”, figura también presente en el verso inicial; su empleo de la metáfora en “El camino era una larga culebra de piedras con el cuerpo perdido entre los bayahondales y la punta de su cola más allá del cansancio”; y por último, su uso de estructuras paralelas y balanceadas en el verso “Y vio los maizales espigados jugando con la canción sin cuna de la brisa; vio los últimos becerros haciendo agosto en los tupidos pastizales; vio el gallo manilo cubriendo las gallinas; y vio a Dandí, el perrito de las manchas blancas en la cabeza”, [nuestros resaltes] maniobras retóricas con las que, Hernández Acosta busca imprimir unidad, énfasis y vigor a la expresión poética con que escribe su obra.

En el universo narrativo en Carnavá, que recuerda un tanto al de las novelas de caballería, especialmente en lo que respecta al ideal que el cacique se trazó en su vida, la valentía que demostró tener y sus atribuciones de “desfacedor de entuertos” del personaje Carnavá, el autor reconstruye el caos y la violencia que tiranizaban al pueblo dominicano en épocas de las llamadas revoluciones en el país, circunscrito a Neiba y su comarca. No por nada, como se nota en algunos de sus versos, entre muchos otros afines, de arte menor, con rima asonante, Carnavá canta: “Yo soy Lucas Evangelista,/ desde ayer soy Carnavá,/ si mi Dios no me abandona,/ no se abusará jamás”.

Al igual que los confusos cambios de posición de los narradores en Carnavá, del trasfondo de caballería, del aire de predestinación trágico en torno a su personaje principal –que marca la obra–, del humor, de escenas de realismo mágico, del caos, la violencia, etc., se destaca el constante soñar despierto de Juan Bobó a lo largo del texto con una connotación psicológica tal, que no importa si Hernández Acosta haya estado consciente o no de este valor. Su obra habla por él.  Pareja actitud en el lugarteniente de Carnavá (que nos recuerda a Walter Mitty o Snoopy, personaje principal de la novela corta The Secret Life of Walter Mitty, USA, 1983, de James Thurber), que interrumpe en breve espacio las exigencias del mundo real para entregarse a un viaje mental al pasado que le resulta placentero, apunta a cumplir un doble rol: primero, recrear en su memoria las hazañas de las cuales formó parte junto con su jefe: “¡Ay, caray, si en verdad fuera ahora mismo!”, dice el narrador. Segundo, manejar detalles de las aventuras en que participó, y como resultado, extraer datos de ese soñar despierto en presencia del escritor, con quien al parecer se había comprometido a hacer los relatos con los que se escribiría Carnavá en lo adelante: “Los ojos se le pierden en el vacío”, escribe el autor, “y piensa, piensa largo”.

El general barbacoero no solo reunía en su personalidad al guerrero y Don Juan, sino también que fue un cantor repentista de versos, con rima las más de las veces asonante ceñida al esquema ABCB. Como el personaje principal del texto bajo estudio que es, el rebelde y poeta en Carnavá es una cualidad que resalta en la historia del conchoprimismo en el país, la cual no está presente ni en Portocarrero, de La Sangre (1914), de Cestero, ni en Fello Macario, en La Mañosa (1936), de Bosch, ni en Héctor Corporán, en Los Carpinteros (1984), de Balaguer, ni en Pablo Mamá, en la novela homónima (1985), de Freddy Prestol Castillo, ni en personajes de otras obras de la misma índole.

Neiba

Neiba

Carnavá como personaje es, a no dudarlo, una ilustración de lo que fue la manigua en nuestra historia: se hace general a corta edad; cierra filas con el bando de Los Bolos; hizo las veces de encargado de la Comandancia de Armas de Neiba; tuvo seguidores fieles a los que bautizó como Los Dragones de Lucas; exporta ganados hacia Haití e importa mercancías menores desde ese país a la República Dominicana; tenía su músico, el célebre José Antonio (Cheché) Rivas, también de Barbacoas, que le amenizaba las fiestas a él y sus tropas; “impartía” justicia a los indefensos; ordenaba la muerte de opositores políticos, como fue el caso de Zoilo Rosario, el receptor de Aduanas en Jimaní, y por cuya razón se le ajustaría cuentas posteriormente. Y también se adjudicaba otras funciones, como la del título de general; funciones que en parte se adjudicaran igualmente, poco más poco menos, su archienemigo político en Neiba, Luis Liquí, y tiempos antes, Solito de Vargas en épocas de Báez.  En otras palabras, el caudillo barbacoero no hizo nada que no fuera sino típico de los generales analfabetos y macheteros del pasado, como los nombró Cestero en La sangre.

En Carnavá, si bien de refilón, Hernández Acosta nos brinda el mensaje de que las continuas muertes y estado de anarquía en épocas del conchoprimismo en la República Dominicana finisecular solo provocaron luto y desasosiego que impidieron el desarrollo del país. Ni la Iglesia pudo sustraerse al clima de terror que implantaron los caudillos locales, a escala regional, similar a como terminaría siendo Trujillo, pero a escala nacional, solo que el dictador hizo del terror una maquinaria política de Estado. “Yo creía que era con palabras y no con tiros”, y “cómo se iba a arreglar esta vida de papeles en volanda”, le reclama el cura Gregorio de Miranda a Carnavá en la iglesia de Neiba, tras este quedar corto en haber cumplido alguna promesa que le hiciera al religioso de mantener la paz social en el pueblo.

La obra del cuentista y poeta neibero se inscribe por igual dentro de la narrativa de la sureñidad en la literatura dominicana, por su uso del realismo mágico, no solo en Carnavá, sino en el grueso de sus cuentos, concepto en el que el poeta y narrador envuelve a Carnavá, como parte integral de su identidad cultural, pero del que también hace que se aproveche como arma política para ejercer dominio psicológico sobre sus compueblanos. La región en que la ambienta ha sido desde siempre la más carenciada en términos económicos del país y la más abandonada por el Estado, desde el siglo XIX hasta la fecha. Cactus, guasábaras y cambronales, propios, claro está, de climas desérticos, dominan su topografía; lo que no fue óbice, sin embargo, para que haya extraído de ella una poesía de depurada belleza y sensibilidad. Ahí, en ese ambiente, desenvolvió Carnavá su corta vida de 37 años, cuando cae, fruto de la perfidia de su suegra y su consorte, en poder de la autoridad gubernativa de la Neiba de entonces, traición que toma ribetes kafkianos, cuando su antigua mujer termina uniéndose en matrimonio con Espinós, uno de sus verdugos, pese a haber quedado embarazada de su marido malogrado en Rincón de Ají.

Entendemos que con Carnavá, Hernández Acosta, más que “sublimizar un vacío”, como escribe Andrés L. Mateo en el prólogo que escribiera a una segunda impresión de dicha obra, el escritor y poeta neibero sublimizó en retrospectiva una época de caos y zozobra como fue la del conchoprimismo en la República Dominicana. Es una obra en que nuestro autor rumia una postura ideológica ya caduca en el tiempo en que se publica (1979), como la que caracteriza el ciclo de novelas que trata del tema de la montonera en la literatura dominicana. Nuestro cuentista y poeta aporta en su obra para la historia de la literatura y cultura dominicana, en la que mezcla tradición oral y ficción, el valor de un personaje real y legendario tal cual fue Lucas Sena, alias Carnavá.

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PAISAJE DE RENSO WEBER.