LIUBLIANA – Si nos ponemos a buscar la figura que mejor represente las peores tendencias de nuestra era brutal, nos vendrán a la mente ante todo nombres como Yahya Sinwar (líder de Hamás en Gaza), Binyamin Netanyahu, Kim Jong‑un o Vladímir Putin. Pero eso se debe, más que nada, a que estamos todo el tiempo bombardeados con noticias sobre estos líderes. Si ampliamos la mirada, para tener en cuenta los horrores que en general los principales medios occidentales pasan por alto, sobresalen aún más los participantes de la guerra civil en Sudán. Estos nuevos caudillos guerreros muestran un grado impactante de crueldad e indiferencia hacia su propio pueblo (o hacia los habitantes de las regiones que controlan), con actos como poner obstáculos sistemáticos al flujo de ayuda humanitaria y quedarse para sí mismos con una parte exorbitante de esa ayuda.
La situación en Sudán revela una lógica económica global que en otros casos ha permanecido oculta. En 2019, protestas generalizadas forzaron la salida del dictador local, Omar Al Bashir, quien durante su largo reinado al menos había mantenido una apariencia de paz y estabilidad tras la secesión de Sudán del Sur (un país predominantemente cristiano que ahora está sumido en su propia guerra civil). Luego, tras un breve período de gobierno transicional y renovadas esperanzas de democratización, estalló una guerra brutal entre dos jefes militares musulmanes: el general Abdel Fattah Al Burhan, líder de las Fuerzas Armadas de Sudán (FAS) y todavía jefe de Estado nominal, y Mohamed Hamdan Dagalo (o Hemedti, es decir «pequeño Mohamed»), comandante de las Fuerzas de Apoyo Rápido (FAR) y uno de los hombres más ricos del país.
Las FAR son responsables por algunas de las peores atrocidades de este conflicto, entre ellas la masacre de Jartum del 3 de junio de 2019, en la que murieron más de 120 manifestantes, cientos más resultaron heridos, miles de mujeres fueron violadas y numerosas casas fueron saqueadas. Luego, el 15 de abril de 2023 las fuerzas de Dagalo desataron un nuevo ciclo de violencia lanzando un ataque general contra las bases de las FAS en todo el país, incluida la capital, Jartum.
Aunque las dos partes expresan un vago compromiso con la democracia, nadie toma estas afirmaciones en serio. En realidad, lo que ambas quieren decir es «primero tenemos que ganar la guerra; luego veremos». Es una posición comprensible. Es posible que para todos los involucrados, una dictadura básicamente benévola como el régimen de Paul Kagame en Ruanda sea lo mejor que se pueda esperar con realismo.
A complicar la situación contribuye la actuación de fuerzas externas. A modo de ejemplo, hay informes de que el Grupo Wagner ruso, el Ejército Nacional Libio (bajo el mando de Khalifa Haftar) y los Emiratos Árabes Unidos han suministrado a las FAR equipos militares, helicópteros y armas, confiriéndoles así superioridad respecto de las FAS. Estas, en tanto, también han buscado apoyo externo (en particular, de China).
Pero las FAR tienen otra gran ventaja: Dagalo controla una región con abundantes reservas de oro que le permiten comprar todas las armas que necesita. Esto nos recuerda una triste verdad a la que se enfrentan muchos países en desarrollo: tanto pueden los recursos naturales ser fuente de violencia y pobreza como sustento de paz y prosperidad.
El ejemplo por excelencia es la República Democrática del Congo, maldecida largo tiempo por sus reservas de minerales críticos, diamantes y oro. Si no tuviera esos recursos, seguiría siendo pobre, pero quizá fuera un lugar más feliz y pacífico para vivir. La RDC también es un caso ejemplar de cómo el Occidente desarrollado contribuye a las circunstancias que producen migraciones en masa. Tras la fachada de un nuevo estallido de pasiones étnicas «primitivas» en el «corazón de las tinieblas» africano, se pueden discernir, inconfundibles, los contornos del capitalismo global.
Después de la caída de Mobutu Sese Soko en 1997, la RDC dejó de existir en cuanto estado funcional. La región oriental ahora comprende una multiplicidad de territorios gobernados por caudillos locales, cuyos ejércitos reclutan niños por la fuerza y los drogan, y mantienen vínculos comerciales con corporaciones extranjeras que explotan las reservas minerales de la región. Este arreglo sirve a ambos socios: las corporaciones obtienen licencias mineras sin pagar impuestos y los caudillos obtienen dinero para comprar armas. Muchos de estos minerales terminan luego en nuestros portátiles, teléfonos móviles y otros productos de alta tecnología. El problema no es el «salvajismo» de la población local, sino las empresas extranjeras y los consumidores adinerados que compran sus productos. Bastaría quitarlos de la ecuación para que todo el edificio de la guerra étnica se venga abajo.
La RDC no es una excepción, como demuestra el desmembramiento (o digamos, «congolización») de facto que padeció Libia tras la intervención de la OTAN y la caída de Muammar Al Gaddafi en 2011. Desde entonces, gran parte del territorio libio está bajo control de bandas armadas locales que venden petróleo directamente a clientes extranjeros, otro recordatorio de la tenacidad del capitalismo para asegurarse un suministro constante de materias primas baratas. Por eso tantos estados que padecen la «maldición de los recursos» están condenados a seguir sufriendo.
El trágico resultado es que ninguna de las partes en los conflictos actuales puede declararse inocente. En Sudán, el problema no son sólo las FAR; las dos partes juegan el mismo juego brutal. No puede reducirse la situación a la existencia de un pueblo «atrasado» que no está listo para la democracia; de lo que realmente se trata es de la continuidad de la colonización económica de África, no sólo por Occidente sino también por China, Rusia y los países árabes ricos. No debería sorprendernos que África Central esté cada vez más bajo el dominio de mercenarios rusos y fundamentalistas musulmanes.
Yanis Varoufakis ha hecho una descripción elocuente de la transición del capitalismo al «tecnofeudalismo», de la que dan prueba los monopolios de facto que disfrutan las megatecnológicas sobre sus respectivos mercados. Pero en países como Sudán y la RDC tenemos algo más cercano al feudalismo de los tiempos medievales. De hecho, ambas descripciones son ciertas: vivimos cada vez más bajo una combinación de feudalismo analógico y feudalismo high‑tech. Por eso Hemedti (incluso más que Elon Musk) es el verdadero rostro de nuestra era.
Traducción: Esteban Flamini