Todo el mundo cree en algo, sea por datos o por relatos. También es válido dudar o descreer plenamente de lo que otros validan, con apoyo de uno o ambos sistemas de creencias.

Basada en nuestra historia colonial, independentista y restauradora, entendía una postura congruente que los latinoamericanos descreamos de las bondades de las monarquías en sentido general, y de las europeas en particular, sin menoscabo del respeto a la autodeterminación de los pueblos y la elegancia diplomática para relacionarse con naciones con ese modo de organización estatal.

Enhorabuena el historiador Edwin Espinal educó en días recientes acerca de la visita protocolar de Gregorio Luperón (1839-1897), efigie del republicanismo dominicano, a la reina Victoria (1819-1901) en el castillo de Windsor en 1882. Por tal motivo, cuando leí de Eduardo Jorge Prats Antimonárquicos sin causa me preguntaba si había caído yo en la manía injustificada que el columnista describe.

Me inclino por el republicanismo, aunque el nuestro funciona más como relato constitucional, como dijo precisamente Luperón (1839-1897):

En el mundo hay muchas repúblicas, pero pocos republicanos.

Jorge Prats destaca de Suecia, Dinamarca y Noruega, sus democracias, las más avanzadas del mundo, y en paralelo se decisión de mantener reyes, príncipes y otros estatus nobiliarios. Contrapongo a su dato que, Alemania, Francia e Italia exhiben mejores índices de PIB nominal, y en estos últimos países desarrollados, la monarquía pasó al relato histórico. Peras con peras.

He esperado que pasara el novenario de Isabel II (1926-2022), una figura central en la historia mundial, para sublevarme en contra de la categoría de rebelde sin causa en que me dejó sin saberlo mi buen amigo. Cierro filas con los que descreen de los beneficios de la monarquía en la actualidad política y cultural. Abro un diálogo con él, no sin antes admitirle al articulista que leo cada semana, que no me perdí ni un segundo de las exequias de la soberana británica.

Las ceremonias fúnebres de Isabel II no estuvieron dirigidas solo a su pueblo y comunes esparcidos por el orbe; se trató de un acto de imperio ocurrido en plena mundialización del debate político y cultural. En consecuencia, la dialéctica se formula a esa misma escala. Mi opinión enfrenta dos realidades infranqueables: Del Reino Unido y su fenecida monarca estamos los dominicanos antimonárquicos tan lejos y a la vez tan cerca.

Lejos políticamente desde hace siglos, específicamente desde 1655, cuando una colonia de cangrejos en la playa de Haina retrotrajo las ambiciones de Oliver Cromwell por una posesión en el Caribe. Por obra y gracia de esos animalitos, que ya no abundan en los caminos como cuando Jorge Prats y yo éramos niños, no fue destino de nuestro pueblo formar parte de la Commonwealth.

Pienso que ambos lamentamos haber quedado separados del parlamentarismo, de la educación científica que educó a Newton y Darwin, así como de las letras inglesas con la que simpatizamos como buenos pedristas. En mi caso, además, hubiese querido descubrir desde la escuela los monólogos interiores de Virginia Woolf, una libertad de espíritu asociable al feminismo decolonial.

Cuenta el relato que, gracias a los pasos ruidosos de los crustáceos decápodos de Haina, los almirantes británicos desistieron de batallar contra ese ejercito invisible en la noche y retrocedieron a sus naves. Por eso, unas millas náuticas más allá en el oeste, las velas de William Penn y Robert Venables encontraron a Jamaica.

Esa posesión resultó ser la colonia antillana robada a España y adherida por esa invasión a la Commonweath de la Inglaterra, por entonces republicana. Sin embargo, la vecina isla fue un premio de consolación, el botín anhelado por el controversial y dictatorial Cromwell durante la Guerra anglo-española (1585-1604) era la Isla de la Hispaniola.

Siguiendo la lógica del magnífico columnista, a los antimonárquicos sin causa como yo, nos toca reflexionar acerca de los índices de democracia y desarrollo inalcanzados, y lleva razón; pero no será con la democracia del Reino Unido que nos podríamos comparar. Si los cangrejitos se hubiesen quedado esa noche en el fondo del mar, es improbable que la República Dominicana estuviese en ese club de primer mundo.

Los cangrejos no nos sustrajeron de una colonización benigna, al separarnos del imperio en el que nunca se pone el sol. Dominaciones las hubo más crueles pero la británica no escapa al triste recuerdo histórico (algunos datos y relatos). Habría que analizar el índice de democracia de los cincuenta y nueve países de la actual Commonweath. Es probable que Canadá y Australia estimulen el resultado hacía arriba, mas dudo que la democracia dominicana esté por debajo del promedio general. Manzanas con manzanas.

Hay distancias tecnológicas, industriales y militares que separan el reino de la difunta Isabel II y el reino de este mundo tropical y nuestra imperfecta democracia.

Finalmente, desde el punto de vista político, se me cae el brazo al escribir si no menciono en defensa de mi rebeldía, el rol de la mano de obra esclava en el desarrollo de ese magno imperio, antes del nacimiento de la reina y de la avanzada democracia que exhibe Reino Unido en la actualidad. Estamos lejos, muy lejos de poder comparar democracias con esas ventajas de poderío histórico.

Otro fenómeno contrario fundamenta mi rebeldía antimonárquica. Mientras dejamos al tiempo reposar el lugar en la historia de la mujer que portó la corona los últimos setenta años, La Firma, como algunos se refieren a la Casa Real Británica, sigue activa y nos colocó bien cerca de su reino y reina. La corporación hizo de la semiótica del poder, un espectáculo funeral fílmico de última tecnología. Se insistió en explicar que fue la propia difunta la show runner.

Esa simbología hecha de música, coreografía e indumentarias ancestrales habría sido solo del interés de sus súbditos, si no hubiese sido montada sobre un soporte digital para llegar en tiempo real a cinco continentes.  El espectador global convocado no permanece en estado pasivo.  La filmación y transmisión mundial fue una invitación a la opinión acerca del significado del ritual y la continuidad del poder fundamentado en la relación de consanguinidad de la casa Windsor, más allá de la Commonweath.

En el sepelio de la monarca que eligió no abdicar, pese a su avanzada edad, y al hecho de tener su línea de sucesión asegurada, la presencia de su hijo Andrés, el duque de York, es la causa efectiva que me hace descreer, del fundamento constitucional de toda monarquía en el siglo XXI. El hijo de la reina habrá sido removido de su indumentaria militar, pero consiguió transar apenas en febrero una denuncia con Virginia Guiffre, quien lo acusó por abuso sexual ante un tribunal estadounidense, un caso asociado al del agresor sexual Jeffrey Epstein.

A principios de este año, el miembro de la realeza fue despojado de sus títulos militares y caridades después de que el juez competente dictaminara que la demanda civil por abuso sexual presentada por Giuffre contra él podía proceder. Posteriormente, el príncipe Andrés llegó al mencionado acuerdo transaccional.

Cabe la duda, ¿hasta qué punto lo favorecieron sus elevados privilegios para solo pagar una pena simbólica? ¿Satisface a Giuffre, al movimiento Me too, a todo el que cree en una sociedad basada en derechos que ese señor solo tuviese como sanción no llevar el uniforme mientras camina al lado del nuevo rey en el acto de poder más espectacular del siglo?

No culparía a Isabel II, ella no es un ser divino sino solo una madre, sí descreo del sistema que impone un extraordinario contrapeso a la denunciante y exorbitante beneficio a una persona por su estatus real. Similar conflicto de interés al de la progenitora del presunto atacante sexual de sangre azul tendrán su hermano y sobrino, el rey actual y el del porvenir, respectivamente; y, en fin, a todo Windsor que accidentalmente se lleve la corona. En suma, el duque de York probablemente permanezca impune de un delito, gracias a unos privilegios desproporcionados.

En estos días el relato histórico (Aquí)  y el de cotilleo sobre la familia real se entremezclan. En las revistas del corazón de mi mamá conocí más de la realeza inglesa que en la escuela, por lo que sucumbí a la curiosidad con bastante facilidad. Así descubrí una divertida cuenta de YouTube, cuyo cómico narrador se hace llamar 007 Herny. Tiene una colección de videos sobre los Windsor y me interesé por uno sobre los perritos de la reina. (Aquí)

Algo tan dulce me condujo a un hallazgo perturbador. El hombre de sesenta y tres años que transó un acuerdo para acallar una denuncia de agresión sexual en su contra fue quien le regaló a su madre, al enviudar el año pasado, los dos perritos que vimos en el sepelio, inseparables compañeros de la monarca hasta su lecho de muerte. Para una mujer tan interesada en su legado, y a la vez, tan amante de sus mascotas, el dato de la relación de confianza con ese hijo me permite hacerle a mi apreciado Eduardo Jorge Prats una pregunta:

¿Puede una madre servir de “poder moderador” contra su propio hijo, como sostiene Benjamin Constant, es la virtud de todo rey según cita de su artículo? Dudo que sea admisible en estos tiempos donde los derechos de las personas deberían ser más relevantes que los secretos de una casa real. No logra convencerme el mejor constitucionalista dominicano respecto de la compatibilidad de los privilegios monárquicos y el sistema de derechos fundamentales. Los choques son infranqueables.

Simpatizo con la figura histórica de Isabel II, en gran medida porque fue un ejemplo de moderación política y porque su relato me provoca nostalgia de mis padres que la admiraban, pero ¿pudieron preocuparles más el cuidado de los corgis Muick y Sandy que la justicia en favor de Virginia Guiffre? Ese dato no lo tenemos y mal haría en juzgar a una madre, aunque se trate de una mujer poderosa.

Como el relato de los cangrejos que ahuyentaron a Penn y Venables, lo más probable es que nunca sabremos los temores que acompañaron a Isabel II en el lecho de muerte al lado de sus perritos. Que descanse en paz