Con singular responsabilidad el presidente Abinader ha reiterado la necesidad de reformar la Constitución para ponerle candados y con ello evitar que un presidente de la República pueda repostularse más de dos períodos y para garantizar la independencia del Ministerio Público, despojándose, con esto último, del nombramiento directo, por su parte, o de quien le suceda, del Procurador General de la República.
Lo digo porque, según advierto, el presidente quiere candados de mejor calidad o más grandes para “trancar” la Constitución a “hacha y machete”. Pero resulta que para que la Constitución sea modificada requiere de un procedimiento especial. Se debe declarar la necesidad de la reforma mediante una ley, que no puede ser observada por el Poder Ejecutivo, y, aunque en cuanto a sus límites y alcances no es pacífico el tema en doctrina constitucional, debe contener el objeto de la reforma y la indicación de los artículos de la Constitución sobre los cuales versará (Art. 270 Constitución, CR).
Asimismo, para la validez de la reunión de la Asamblea Nacional Revisora deben estar presentes más de la mitad de miembros de cada una de las cámaras, es decir, al menos el cincuenta más uno de los senadores y de los diputados. Además, para que puedan ser aprobadas las modificaciones constitucionales se requiere de una mayoría calificada, esto es, de las dos terceras partes de los votos (Art. 271 CR).
Igualmente, en caso de que la reforma verse sobre derechos, garantías fundamentales y deberes, y sobre los procedimientos de reforma instituidos en la Constitución, entre otros temas relevantes, se requerirá la ratificación de la mayoría de los ciudadanos en derecho al voto, en referendo aprobatorio (Art. 272 CR).
Por si faltara poco, la aprobación o desaprobación – si o no- de dicha reforma por vía referendo amerita más de la mitad de los sufragantes y que este número exceda del treinta por ciento del total de los ciudadanos que integren el Registro Electoral (Párrafo II, Art. 272 CR). Según lo conocido, además de otros surgidos como reacción a la propuesta presidencial, los temas a modificar podrían encontrarse dentro del catálogo de aquellos que requieren de dicho instituto de democracia directa.
Estos son candados, y no otra cosa, puestos por esta generación a la Constitución, para evitar que se convierta en un festín acomodado por parte de quienes detentan el poder en un momento determinado; pero, a la vez, para que no se ignoren la contemporaneidad, las circunstancias y los cambios propios de una sociedad dinámica y en constante evolución, cuyas normas requieren de ajustes y actualizaciones.
De ahí que, aun cuando está lleno de buenas intenciones, el presidente Abinader, con su anunciada iniciativa -ratificada por el Consultor Jurídico del Poder Ejecutivo, quien anunció recientemente de la instrucción impartida por el presidente para proceder a redactar la propuesta de reforma- podría estar dejando de lado algunos aspectos a considerar.
Por un lado, nuestra generación no puede hacer tan rígida la Constitución, que obligue a los que vivirán y se desarrollarán después de nosotros, a sujetar y limitar su voluntad a los que ya no estaremos. La Ley Suprema no es un cuerpo momificado que se expone intencionalmente para que se imponga -es normativa y de ahí su rigidez y las condiciones especiales para modificarla- a la sociedad en constante evolución de hoy como a la de las generaciones por venir.
Si en un futuro nosotros o quienes vengan queremos y decidimos tener, siguiendo la regla de la mayoría, una democracia parlamentaria unicameral, como la República de Singapur, por ejemplo o adoptar cualquier otro régimen político incluso, solo el pueblo lo puede y debe decidir. Pero, no el nominal, sino el de carne y hueso, el que conforma la sociedad del momento, el que tiene hombres y mujeres con nombres y apellidos propios.
A esta y solo a esta gente le debe servir el flu o el traje que le entalle y del color o la forma que quiera. Porque las llaves, el cerrajero, las ganzúas y las patas de cabra para abrir los candados constitucionales los tiene y tendrá siempre, en democracia, el soberano, es decir el pueblo.
El que un presidente, en un régimen presidencialista, desee privarse del poder de nombrar a quien tiene el mandato constitucional de diseñar y ejecutar la política criminal del Estado, es su decisión, muy correcta para él; pero con ello abandona la posibilidad de intervenir en las estrategias que incluso tienen incidencia en la seguridad ciudadana y el régimen diseñado va perdiendo su color.
Y esto no es menor, pues, ¿qué hacemos con el programa de gobierno integral dirigido a ello por el que se votó? ¿Qué nivel de legitimidad democrática tendrá un Procurador General de la República no designado por quien fue elegido mayoritaria y directamente por el pueblo votante, sino, eventualmente, por una combinación de funcionarios electos o seleccionados, donde hasta habría algunos de segundo grado de elección? Son solo algunas de las tantas preguntas por responder.
Aun con los candados actuales y anteriores, cuando se han extraviado las llaves constitucionales, se ha llamado a los cerrajeros para abrirlos. En la medida en que las cerraduras sean de mejor calidad y más grandes vendrán cerrajeros más capaces y con grandes patas de cabra para reparar las cerraduras.
Ya los cerrajeros constitucionales tienen hoy, y tendrán mucho más en el futuro, gran variedad de herramientas, con avanzados sistemas de seguridad, incluso circuitos cerrados de Carta Magna. Pero cuando se tranque la casa constitucional, vendrán de nuevo los cerrajeros constitucionales, uno “malos”, con palancas adocenadas o mediatizadas y, otros, el “pueblo bueno”, de quien emanan todos los poderes. Vale la pena reflexionarlo y proceder con mesura y madurez democráticos para no desdecir del sistema de libertad que tenemos.