Sin lugar a dudas, la sociología, es decir ese sistema de teorías y conocimientos que se interesa por comprender e interpretar la sociedad moderna, nació con la vocación de mejorar la sociedad. En el siglo XIX, Marx, hizo la crítica de la sociedad capitalista como sistema de explotación económica y reivindicó las luchas de clases y la revolución como forma de construir una mejor sociedad. Más tarde, Weber propuso su diagnóstico de la modernidad occidental como forma de racionalización y deshumanización, depositando su confianza en la aparición de un líder carismático que pueda romper la jaula de hierro del racionalismo.

Los mismos se puede decir del republicanismo de Durkheim y el liberalismo de Simmel, que vieron en el proceso de industrialización y urbanización de la sociedad moderna las causas del deterioro de la solidaridad, el auge del individualismo y la falta de cohesión social que destruye las formas de interacción que hacen posible el cemento de la sociedad.

Con el transcurrir del tiempo, podemos decir que la sociología no solo nació sino que sigue con la vocación de mejorar la sociedad. Al margen de los usos instrumentales que se le pueden dar a la razón en general y, a la razón sociológica en particular, persiste el deseo, la vocación y la voluntad de construir una mejor sociedad.

Sin embargo, los conflictos de interpretación de la sociología aparecen cuando intentamos construir un diagnóstico de la sociedad y definir las transformaciones estructurales, culturales y los actores sociales que tienen la posibilidad de producir los grandes cambios sociales. En ese sentido, la tradición marxista de base -superestructura en sociología todavía hace su apuesta a las crisis económicas, las luchas obreras y la revolución como forma de emancipación. Con el perjuicio de que obvian mencionar o reducen a variables dependientes los problemas políticos del Estado, los partidos y las complejidades culturales-identitaria de los individuos en su vida cotidiana.

Para el marxismo de base-superestructura, los debates culturales, los conflictos religiosos entre oriente y occidente, la crisis de las torres gemelas, la crítica poscoloniales a la hegemonía del pensamiento eurocéntrico, los debates políticos entre liberales y conservadores, democracia vs autoritarismo, por los derechos civiles de los ciudadanos, por la igualdad de las mujeres, el reconocimiento de las preferencias sexuales de lo no heterosexuales, por los derechos humanos de los migrantes, se reducen a un problema económico y de luchas de clases.

Y reconocemos que el pensamiento y la sociología marxista dominicana está muy influenciado por esta tradición; con consecuencias prácticas y políticas muy desfavorables para la implementación de una política democrática progresista en la sociedad dominicana.

En ese sentido, nuestra hipótesis es que la sociedad moderna en general, y la dominicana en particular, se ha transformado y, por tanto, han cambiado las condiciones estructurales, culturales y los actores sociales vinculados a la conflictividad y el cambio social y, si queremos avanzar hacia una política democrática progresista, igualitarista, debemos reconocer la diversidad de conflictos y actores sociales.

Con el desarrollo de la globalización, la revolución de la comunicación y la democratización a partir de la década del noventa en el país se han producido grandes cambios político-culturales y los actores asociados a los conflictos en la sociedad dominicana se han diversificado. Por tanto, resulta un grave error seguir reduciendo las luchas políticas a problemas socioeconómicos y de luchas de clases.

La globalización cultural, como forma de socialización y subjetivación de los individuos, ha hecho posible el incremento del consumo y la diversidad cultural. Los dominicanos estamos expuestos a una inmensidad de formas culturales, modas, religión, sexualidad y estilos de vida.

Con el desarrollo de las tecnologías de la comunicación y la migración, hemos abierto una ventana al mundo, donde se ha producido un acelerado proceso de intercambio cultural, de interculturalidad, que pone en conflicto la construcción de las identidades nacionales e individuales. Cuya mayor reacción política-cultural a estas transformaciones es el auge de los nacionalismos, los fundamentalismos morales y religiosos.

El mundo del trabajo se ha transformado, hemos entrado en una economía global de servicios, informal e informacional, donde se ha incrementado el poder de las grandes empresas y la capacidad de luchas de los trabajadores industriales y agrícolas se ha deteriorado. Con la caída del muro de Berlín y el desarrollo del proceso de democratización en el país, se ha producido una juridización de los conflictos sociales y laborales. Los sindicatos se han burocratizado y han perdido su capacidad de organización y movilización, reduciendo la conflictividad y conciencia de lucha del movimiento obrero a problemas salariales. Solo cenizas quedan de aquellas grandes marchas y movilizaciones políticas del movimiento obrero dominicano.

Sin embargo, el proceso de democratización y el relativo estado de derecho ha hecho posible el surgimiento de los llamados nuevos movimientos sociales: de las mujeres, los jóvenes, estudiantiles, sobre los derechos humanos, sexuales, reproductivo y ambientales, creando nueva forma de conflictividad, indignación y conciencia social en los ciudadanos dominicanos, que no se pueden reducir a las condiciones socio-económicas y las luchas de clases.

La sociología crítica, aquí y allá, sigue apostando a construir una mejor sociedad, más justa e igualitaria, democrática, plural y multicultural, pero esta vez no dirigida por la vanguardia revolucionaria del movimiento obrero como pretendía Carlos Marx, ni un líder carismático-populista, como insinuaba Max Weber, sino con la participación y movilización de la sociedad civil, los movimientos sociales y de ciudadanos.