Como quien espera un Mesías, nuestra sociedad ha estado pendiente del “político de nueva generación”, expectativa incumplida década tras década, dejándonos inconformes y presos de un conjuro del que quisiéramos zafarnos.
Sin lugar a dudas, en el pasado brillaron hombres y mujeres de ideas y proyectos diferentes a los de sus mayores, de claras intenciones renovadoras; decididos a sacudir las estructuras dañadas del país. Si nos fijamos, desde mediados del siglo veinte surgieron jóvenes idealistas que conformaron un verdadero recambio generacional.
Comenzaron desembarcando en la bahía de Luperón en 1949, hasta la revolución de abril de 1965, y siguieron luchando durante los tiempos del balaguerato. Tuvimos, durante ese siglo, un número de mártires y héroes superior a los de siglos anteriores. Pretendieron, aparte de redimirnos de la dictadura, una nueva sociedad.
De izquierda o derecha, seguían doctrinas, metas y proyectos específicos. Su pensamiento, distaba años luz de la frialdad pragmática y sin valores de la gobernanza tradicional que, finalmente, triunfó. Se han llamado “generaciones perdidas”, porque no llegaron a gobernar, perdieron sus vidas, o cedieron.
Luego, colocamos esperanzas en líderes específicos – unos más viejos que otros – que concluyeron doblegados por un status quo intransigente. Juan Bosch y Peña Gómez serían paradigmas de transformadores neutralizados. Al final, es Concho Primo quien gana la pelea en el cuadrilátero criollo.
Entonces, gobernaron Leonel Fernández y Danilo Medina, provenientes de un partido doctrinario e irradiando juventud. ¿La nueva generación esperada? No. Terminaron empeorando y degenerando aún más el quehacer político. Ambos, representan un trágico contraste ente la edad cronológica y la mental. Traicionaron a sus coetáneos y a su pueblo.
Los anhelos de recambio generacional siguen, a pesar de los desencantos y de los misterios que no acabamos de entender: ¿por qué somos testigos de auténticos cambios generacionales en otros países y en el nuestro ha sido tan difícil?
Nos ilusionamos con esas caras jóvenes que asoman en los partidos, en las cámaras de representantes, y en las funciones de gobierno. Pero apenas unos pocos dan la talla. Si bien hay excepciones, hemos vuelto a quedar defraudados.
Pero ese atascamiento generacional tiene explicaciones, ya que “no podía no ser así.”
Giselle Davis Toledo, socióloga y catedrática chilena, interesada en el fenómeno de renovación política, explica por qué es tan difícil un cambio de mentalidad en nuestros nuevos políticos: “la falta de renovación (encerramiento) del campo político y los vicios de las formas tradicionales de hacer política…” Para ella, son en esos “vicios de la tradición política” donde podemos comenzar a explicarnos el fenómeno.
Está claro: la formación de los más jóvenes en el quehacer partidario viene dada dentro de un quehacer viciado y por líderes vetustos, deformados, corruptos, e indiferentes al bienestar social. Líderes que pasan a convertirse en sus figuras modélicas. Las excepciones no amainan la influencia del conjunto dirigencial.
Durante la militancia partidaria, a los recién llegados se les anestesia cualquier intención de recambio generacional. De ellos, solo interesa vender sus caras jóvenes y no sus ideas. Vehículos de último modelo al que les instalan motores viejos.
Adiestrados por sus mayores, terminan creyendo en lo inevitable de la vieja y maleada formas de la hacer política: “Así es la política aquí, no hay de otra", afirman escépticos.
No basta calzar tenis de moda, bailar bachata, usar corbaticas chulas, mostrarse junto a obscenos “inluencers”, tener cara de galán, ni ser buen administrador: si las ideas trascendentes y el respeto al colectivo se abandonan, dejándole paso al pragmatismo desalmado y al egoísmo grupal, es previsible que muchos terminen robando, trampeando y haciéndolo igual que sus tutores.
Sin embargo, a pesar de lo anterior, debemos seguir esperanzados, pues, de una manera u otra, tarde o temprano, encontraremos una auténtica y nueva generación de políticos. De esos que dejan de amasarse el ego, acumular dinero y enviciarse con el poder, para dedicarse a sacarnos del tercer mundo.