Fue en los años cincuenta cuando el gobierno de la bestia llegó a su máximo apogeo, a la más alta cumbre. Una época de grandes reconocimientos, grandes realizaciones y grandes crímenes. Durante la que fue su última década de gobierno la bestia viajaría varias veces a los Estados Unidos, donde se lo trató como de costumbre a cuerpo de rey, fue recibido en España como un héroe por el mismo Francisco Franco, se reunió con el papa en el Vaticano para la firma del Concordato, recibió todos los homenajes como campeón del anticomunismo en América.
En esa misma época se produjo la apertura de la llamada Feria de La Paz y Confraternidad del Mundo Libre (1955-1956), un monumento a su ego (con la destacada participación de España y el Vaticano), un adefesio urbanístico del cual se sentía muy orgulloso.
Esa también fue la época en que sus instintos criminales parecieron exacerbarse más allá de lo que podía imaginarse, los años en se produjo el rapto y asesinato de Galíndez (1956), el asesinato del presidente guatemalteco Castillo Armas (1957), el exterminio de los legionarios del 14 de junio de 1959, el asesinato de las hermanas Mirabal (noviembre de 1960) y el atentado contra el presidente de Venezuela Rómulo Betancourt (junio de 1960), que marcó un punto de inflexión. El país y la bestia fueron castigados con severas sanciones económicas. La bestia quedó prácticamente aislada: se acercaba el fin de su carrera criminal.
Pero en 1954 todo iba sobre ruedas. Uno de sus grandes sueños era visitar la España de Franco, la España del caudillo, del generalísimo Francisco Franco, y ese año fue invitado o se hizo invitar (y hasta pretendió que le dieran un título de nobleza). Además, también viajaría a Roma a firmar el Concordato, su añorado Concordato.
La bestia había pasado de refilón por España al final de la guerra civil en 1939, cuando todo estaba en ruinas, pero ahora era otra España, la España donde gobernaba con puño de hierro su colega Francisco Franco. Alguien a quien admiraba devotamente. Franco era como él un constructor, un padre de la patria nueva, un tirano luciferino. Entre ambas bestias había un montón de afinidades electivas, una estima recíproca, una amistad y un respeto sinceros, una relación como la que podría imaginarse entre dos alacranes, dos serpientes venenosas.
La bestia no viajaba como presidente de la república, sino como como un simple representante de las Naciones Unidas, nombrado por el Presidente de la República y a las órdenes del Presidente de la República. Un simple y humilde funcionario en misión oficial al viejo continente. Sin embargo el recibimiento quele dieron fue poco menos que apoteósico. La bestia fue recibida en la llamada madre patria con honores de jefe de estado, y no cualquier jefe de estado.
El glorioso 2 de junio de 1954 llega, en efecto, con su comitiva, su amante esposa e hijos a la ría de Vigo. Allí lo esperan el ministro de asuntos exteriores, altos militares y tropas que le rinden el merecido homenaje, el debido respeto, incluyendo salvas de ordenanza. Pero eso no es nada en comparación con lo de Madrid.
Con su traje de opereta y su sombrero bicorne emplumado (y maquillado seguramente con una gruesa capa de Pan-Cake de Max Factor), desciende la bestia del tren. Franco lo espera sonriente, con un semblante radiante, y sucede lo que tenía que suceder: se trenzan en un abrazo pocas veces visto. Un abrazo imposible a primera vista. Cualquiera hubiera pensado que la flácida barriga de Franco —la panza que el uniforme no logra disimular— dificultaría el acercamiento, que tendería el caudillo inútilmente los brazos tratando de alcanzar la espalda de la bestia. Pero la bestia salva la situación, los largos brazos de la bestia, las manos de la bestia que se extienden hacia la espalda de Franco, esas manos que ahora presionan el blandengue cuerpo de Franco y lo comprimen contra su más robusta anatomía, permitiendo el acercamiento, haciendo posible que lleguen por fin las manos del otro a su espalda, las manos caudillescas a la espalda de la bestia, y se fundan momentáneamente en un abrazo, un abrazo apretado. Algunos criticarían el exceso, criticarían a la bestia que quizás apretó más de la cuenta, que por un momento pareció que al caudillo lo cargaba en vilo y zarandeaba, que le produjo al menos en apariencia un sofocón. Franco era un hombre bajito, de complexión fofa y endeble y con voz de flauta, y alguna vez, al inicio de su carrera criminal, lo llamaban «Comandantín», pero con los años y los muertos se había crecido y ahora era el caudillo, generalísimo caudillo de España por la gracias de Dios. Tal vez generalísimo y caudillo para gloria de Dios. A su lado estaba, providencialmente, el hombre fuerte de la que fue primera colonia española en el nuevo mundo y ambos estaban felices.
Rafael Leonidas Trujillo Molina —decían los noticieros— es un hijo de España, alguien «que afirma en sus apellidos la clara genealogía de su estirpe hispánica». Como un hijo de España lo pasean y lo exhiben en un vehículo abierto por las calles de Madrid en compañía de Franco y lo llevan al recién construido Palacio de la Moncloa. Trujillo, según lo que dice Crassweller, se sintió gravemente impresionado. Se sentiría pequeño o disminuido, o a lo mejor halagado en exceso. España promovía en esa época el culto de la hispanidad en las tierras que había tenido por colonias y trataba de hacer sentir al huésped como en su propia casa, cautivándolo y deslumbrándolo a la vez, haciéndolo sentirse grande y pequeño.
En la tarde de ese mismo día se reunieron de nuevo los tiranos en el Palacio del Pardo, la residencia oficial del mentado caudillo. Allí seguramente volverían a abrazarse, renovaron votos de amistad, intercambiaron condecoraciones. Franco le otorgó a Trujillo el Collar de la Orden de Isabel la Católica y el siempre megalómano Trujillo condecoró a Franco con la Placa de Oro de la Orden de Trujillo. No faltaba más.
(Historia criminal del trujillato [145])
Bibliografía: Robert D/. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator”