El Concordato fue firmado finalmente en Roma el día 16 de junio de 1954 por monseñor Domenico Tardini y el generalísimo Trujillo en nombre de la santísima trinidad.
Con anterioridad se había firmado otro mucho más importante, sin el cual los demás no habrían sido posibles: El concordato entre la Italia fascista y la Iglesia católica. En el año 1929 Mussolini y el papado firmaron, en efecto, un acuerdo que restituyó a la iglesia irritantes privilegios que le habían sido arrebatados durante el proceso de unificación de Italia, el llamado Resorgimento que puso fin, en 1870, a más de mil años de mandato eclesiástico católico, apostólico y romano.
La reconciliación entre el Estado fascista y la iglesia (con su jugosa compensación financiera) hicieron posible el nacimiento del Vaticano como Estado soberano, la independencia política de la santa sede, el restablecimiento de las relaciones interrumpidas desde que Roma, la ciudad de los papas, se convirtió por la fuerza de las armas y la voluntad del pueblo en capital del entonces reino de Italia.
El concordato mussoliniano también representó parcialmente el resurgimiento de la santa madre Iglesia católica apostólica y romana. El Estado Vaticano sería en breve conocido y reconocido en el mundo. A partir de entonces se multiplicaron los concordatos entre la santa sede y varios regímenes tiránicos, como la Alemania de Hitler. Por eso y otros tantos ejemplos alguien dijo —y dijo bien— que el despotismo y la iglesia se apoyan y se complementan. Están los concordatos para demostrarlo y está la historia, la ineludible historia.
El concordado que firmó la bestia concedió como era de esperar incalculables beneficios, privilegios y prebendas a la iglesia y miembros del clero a costa del pueblo dominicano: regiría y rige las relaciones entre ambos Estados.
Tan complacido estaba el papa con la generosidad de la bestia que le otorgó la Gran Cruz de la Orden Piana, que se sumaba a la Orden Hierosolimitana del Santo Sepulcro, que le había conferido durante el primer año de su gobierno el inefable arzobispo Nouel y a las cuales se agregarían más adelante la Gran Cruz de la Orden de San Gregorio Magno y otras.
Pero además, después de la firma del Concordato, el santo papa Pío XIl (al que muchos llamaban y llaman el papa de Hitler) concedió a Trujillo una entrevista privada.
Dice Crassweller que Trujillo se comportó de una manera diplomáticamente correcta durante las horas que pasó en el suntuoso palacio papal y que se sentía muy impresionado. Seguramente adoptó una pose santurrona y beata, pose de santo de altar. El venerado padre lo acogió cálidamente con la más dulce sonrisa, y durante los quince minutos que duró el maravilloso encuentro la bestia permaneció de rodillas en señal de devoción y humildad y no se cansó de destacar y alabar el profundo sentimiento religioso del pueblo dominicano, la veneración que sentía el pueblo dominicano por la iglesia de Roma y el venerado pontífice.
Por si fuera poco, al término de la entrevista privada, Pío XII tuvo la benevolencia de invitar a la bestia y a todo su séquito a una audiencia de diez minutos en la que se tomaron fotos memorables.
Como dice Crassweler, había en este extraño grupo una variedad de personas en términos de personalidad y ortodoxia, es decir, en términos de bajeza moral e intelectual y disponibilidad criminal.
En las tétricas fotos aparecen una y otra vez los miembros de la comitiva, una comitiva de la que Anselmo Paulino, por supuesto, formaba parte, el repulsivo Anselmo Paulino. Era más bien una pandilla integrada por unos personajes ilustres o por lo menos lustrosos, una élite, una asociación de malhechores de la más selecta crema política y militar del régimen de la bestia, que fue generosamente recibida en una audiencia de unos diez minutos en la cámara personal del santo padre, su santidad Pío XII.
Varias fotos recogen la solemnidad del evento, de los grandes momentos que se vivieron en esos históricos minutos. Allí aparecen el papa (que no era el mejor de todos), entre la bestia y Paulino, entre el generalísimo Trujillo, vestido elegantemente de etiqueta, y el mayor general honorífico Anselmo Paulino Álvarez, vestido de militar. El ubicuo y astuto Paulino (el casi segundo hombre fuerte del régimen), el desenfadado creyente en rituales de sombra y brujería, el favorito de la bestia. Paulino en sus últimos días de gloria. Paulino junto al papa, todavía protegido por los luases del vudú.
Al lado de Trujillo, a mano izquierda, figura Joaquín Balaguer, su santidad Joaquín Balaguer, el engendro demoníaco que Crassweller define como un dechado de moralidad y piedad profundas, el mismo que sustituiría en pocos años en el poder a la bestia.
También estuvieron presentes el coronel Pedro Trujillo, hermano de la bestia y miembro de su guardia personal, y estaba presente el capitán Fernando Sánchez y el Sr. Atilano Vicini. Pero además estaba presente, justo detrás de Balaguer, un oficial con gafas oscuras, un personaje tenebroso que daría mucho de que hablar en los peores tiempos de la bestia: el coronel Arturo Espaillat, el célebre asesino y torturador que se ganaría muy merecidamente el apodo siniestro de Navajita. Alguien que helaba la sangre, que inspiraba terror.
Lo que brillaba por su ausencia eran mujeres. A nadie se le ocurrió invitar a uno de esos seres que llaman mujeres a la firma del Concordato. Quizás estaban prohibidas, tácitamente prohibidas…
El día del regreso de la bestia al país, después de una visita al sur de España y a Estados Unidos, fue declarado día de júbilo nacional, día no laborable, además, para mayor júbilo nacional. Con anterioridad el congreso había aprobado por mayoría absoluta seguramente el Concordato. El dichoso Concordato “entre la República Dominicana, representada por el Generalísimo Doctor Rafael Leonidas Trujillo Molina, Benefactor de la Patria, investido con el rango de Embajador Extraordinario en Misión Especial, y la Santa Sede representada por el pro Secretario de Su Santidad Monseñor Domenico Tardini”.
Un año después, el 9 de agosto de 1955, doña María de los Ángeles y la bestia cumplieron el sueño tan ardientemente deseado. Se casaron por la iglesia en el local de la nunciatura y los casó el nuncio papal Salvatore Siino. El guabinoso Salvatore Siino. El representante de la santa sede.
Fue un matrimonio de adúlteros (y tantas cosas peores) con la bendición de la madre Iglesia católica y del santo padre Pío XII.
Bibliografía: Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator”.