Una de las frases más emblemáticas de la gran novela italiana El gatopardo es dicha por Tancredi, uno de los protagonistas de la obra quien, al ver su estatus de noble desfasado por la unificación de Italia durante el Risorgimento, le explica a su tío, el Príncipe de Salina, que “si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie”. De esta paradoja surge lo que en las ciencias políticas se llama “el gatopardismo” o “lampedusiano”, en este último caso llamado así por el autor de la obra, Giuseppe Tomasi di Lampedusa. El gatopardismo no es otra cosa que la aceptación de cambios para mantener un statu quo determinado.
Si hay una moraleja más generalizada de El gatopardo es que la historia siempre trae sus épocas de cambios y que es inevitable enfrentarlos. Precisamente, en días recientes ha sido palpable el blitzkrieg de reformas lanzado por la administración de turno con tres frentes simultáneos: la constitucional, la laboral y la de “modernización fiscal”. Es respetable la determinación de la presente administración de abordar nuestro persistente desorden fiscal pues es necesario para asegurar un futuro provechoso. En este sentido, el compromiso – y costo político – de asumir estas posturas tiene un aire gaullista que debe ser apreciado. Ahora bien, si se quiere hablar objetivamente de reforma integral, pues en rigor faltan más frentes por abrir: la reducción de la nómina pública, la disminución de los gastos estatales de publicidad, la reforma de la ley de partidos para que estos dejen de recibir fondos públicos, y en sentido general, un verdadero saneamiento de la calidad del gasto público (para eliminar aquellas sorpresas como los útiles escolares inservibles mantenidos en almacenes).
Es innegable que el Estado tiene necesidades de incrementar sus recaudaciones para afrontar sus interminables obligaciones y retos. Pero cualquier reforma fiscal debe hilar finamente para mantener la competitividad de muchos de nuestros sectores claves.
En el caso de la Ley 392-07 de PROINDUSTRIA que fue renovada mediante la Ley 242-20, el sector industrial tradicional (es decir que no opera bajo zona franca) cuenta con estos incentivos para mantener su competitividad mediante la renovación de sus equipos y maquinarias e inversión en activos fijos. Es preciso recordar que el sector industrial sufrió fuertes cambios con el final del modelo económico de sustitución de importaciones que terminó aproximadamente en 1992. Ante el actual escenario geopolítico, la decisión sensata es continuar apostando y apoyando a nuestra industrial nacional tradicional que contribuye a la resiliencia económica del país, especialmente cuando ocurren choques externos.
En cuanto a la Ley 108-10 de Cine, si bien mucho se ha desinformado sobre los montos de taquillas y los créditos fiscales otorgados, tampoco se ha apreciado la otra cara de la moneda: la significante entrada de divisas fuertes al país gracias a esta ley, y el encadenamiento productivo generado por las necesidades de las producciones filmográficas tanto domésticas como extranjeras, incluyendo la creación de algunos 25,000 empleos de calidad. Aquí el problema también es que se prevé una derogación total cuando sería más apropiado una adecuación del régimen para asegurar su sostenibilidad consensuada con actores del sector, quienes incluso ya hace unos años comenzaron a autorregularse en cuanto a los topes de créditos para cierto de tipos de proyectos, en procura de dicha durabilidad.
Sobre la Ley 158-01 de Fomento al Desarrollo Turístico, igualmente la derogación total de los incentivos no luce ser el mejor camino, pues afectaría significativamente a aquellos polos turísticos que siguen en desarrollo. En la medida que existan polos “desarrollados”, se podría evaluar la factibilidad de reducir los incentivos en cierta medida para estas zonas, pero para las áreas aún en desarrollo, esta derogación probablemente entrañaría una fuerte ralentización en la inversión.
La reforma propuesta, más allá de los regímenes de incentivos que toca, también afectaría al grueso de la población dominicana con las modificaciones al ITBIS y al Impuesto sobre la Propiedad (IPI), entre otros cambios. Un verdadero golpe de gracia es el aumento al llamado “impuesto al ahorro”, donde se propone tributar un 27% en lugar de un 10% sobre los intereses y rendimientos de productos financieros, lo cual afectaría seriamente a cualquier persona que viva de sus ahorros, quienes suelen ser personas mayores o viudas. Está de más decir que este “impuesto al ahorro” también contribuiría a la fuga de capitales en ciertos niveles socioeconómicos que pueden lograr esto, mientras que otros que no lo pueden lograr tal vez crucen al lado oscuro de la informalidad.
Cuando se aprecia la reforma en su justa dimensión, igualmente en conjunto con su reforma hermana del Código Laboral que por el momento lamentablemente excluye la cesantía, el dilema más palpable es que si bien el Estado ha tocado muchos puntos con esos “perdigones” de modernización fiscal, no garantiza que nos convertiremos en una mejor nación. Muy por el contrario, diferente a lo que se atisbaba, la reforma no es para reducir el gasto público y controlar el endeudamiento, sino para aumentar el gasto público y solventar múltiples inversiones en obras y servicios públicos. Estas inversiones propuestas son loables y bien intencionadas, pero si no mejoramos la calidad del gasto público la reforma terminará siendo “lampedusiana”.
Ejemplos de la mala utilización de los recursos públicos abundan. Sólo basta mencionar dos ejemplos de la última década: el fatídico 4% del PIB para la Educación que no ha resultado en una mejoría del sistema educativo, sino en un estancamiento continuo y notorio; y, por otro lado, las Catalinas construidas por Odebrecht en su época dorada, a un sobreprecio significante y con todo tipo de irregularidades. Más recientemente, ha sido notable como continúan los escándalos respecto a contrataciones públicas, no obstante contar con un riguroso marco regulatorio y una Dirección General de Contrataciones Públicas dedicada a esta área.
Este es un momento para reflexionar sobre el camino que como país deseamos tomar en las próximas décadas y los sacrificios que colectivamente tenemos que asumir todos los sectores — incluyendo el público — como parte del sentido de compromiso que debería formar parte del engranaje personal de cada dominicano.
En conclusión, el riesgo que se corre con esta propuesta de modernización fiscal es que cambiemos todo para que nada en el fondo cambie, sin verdaderamente transformar el país. El proyecto de modernización fiscal puede ser viable, pero para esto deben reevaluarse tres aspectos. Primeramente, todos los incentivos derogados deben ser revisitados para hacer una determinación de lo que nos conviene continuar apoyando y apostando como país, aunque estos incentivos sufran cambios en base a lo que ya no sea necesario hoy en día. En un segundo plano, es necesario que el Estado presente garantías a todos los sectores de que estos nuevos recursos serán óptimamente utilizados para resolver las necesidades públicas e idealmente reducir el endeudamiento público. Finalmente, es necesario minimizar hasta donde sea posible los efectos negativos sobre el grueso de la población dominicana, especialmente la clase media, para que tenga espacio de respiro.
En caso contrario, casi todo el mundo se verá negativamente afectado por esta reforma, pero con el pasar de los años seguiremos en lo mismo, debido a la pobre calidad del gasto público. Mientras tanto, los dominicanos verán en lo inmediato el aumento de sus cuentas de supermercado, seguirán pagando seguro médico privado, buscando diesel para sus generadores privados, costeando colegios privados, procurando camiones de agua porque la potable no llega, y adquiriendo neumáticos nuevos cada vez que un “hoyazo” en la calle los explote, pues estos retos de la vida cotidiana continuarán sin cambiar, así como era hace veinte años.