Si usted quiere conocer cómo se produce la destrucción de una democracia constitucional vea lo que ocurre en México tras la contrarreforma judicial para politizar la judicatura impulsada por el hoy expresidente López Obrador y por su fiel sucesora Claudia Sheinbaum. El rosario de iniquidades que esta consagra es tan infinito como la estupidez de sus premisas:

Elección popular de los jueces a partir de listas confeccionadas por el presidente de la República y el Congreso; eliminación de la carrera judicial, no teniendo los jueces que aprobar oposiciones, completar educación judicial alguna ni acreditar experiencia dentro del poder judicial; creación de un Tribunal de Disciplina Judicial cuyas decisiones son inapelables; y eliminación de la vieja conquista del amparo contra leyes. Faltarían por aprobar, entre otras maldades, la prohibición de la sana práctica del control jurisdiccional de la constitucionalidad de las reformas constitucionales y la erradicación del control difuso de convencionalidad.

Esta contrarreforma, valientemente criticada por su manifiesta inconstitucionalidad e inconvencionalidad por académicos, asociaciones de abogados, el empresariado, la judicatura y los principales socios comerciales de México (Estados Unidos y Canadá) y avanzada en descarado desacato a suspensiones judiciales, responde a una interpretación populachera de la vieja -y cuestionada por muchos- “objeción contramayoritaria”: como los jueces no son electos por el pueblo, no deben entonces anular o desaplicar los actos dictados por los poderes democráticos (Congreso y presidente).

Es cierto que, como advierten Andrés Rosler y Juan García Amado, ponderando -o, mejor dicho, mal ponderando-, en una peligrosa “alquimia interpretativa” (Néstor Pedro Sagüés) o más bien “maltrato constitucional” (Roberto Gargarella), muchos tribunales en nuestra América han pisoteado la Constitución y el ordenamiento jurídico, asumiendo, como diría Allan Brewer-Carías, la perversa misión “de demoler el Estado de derecho y con eso destruir las bases del sistema democrático”. Pero de ahí no puede concluirse que los jueces no pueden interpretar adecuadamente la Constitución, que no están legitimados para hacerlo y que se debe suprimir su independencia y someter su elección y permanencia en el cargo a elección popular.

Lo que más asusta del caso mexicano y que resulta aleccionador para nuestros países es la rapidez de la contrarreforma. Aquí no estamos ante la destrucción en cámara lenta à la Sam Peckinpah de una democracia constitucional, como ha ocurrido en la Venezuela chavomadurista y ha estudiado Brewer-Carías y José Ignacio Hernández. No. Esta ha sido una reforma express, adoptada por una ilegítimamente lograda supermayoría legislativa del gobernante partido Morena, que está destruyendo instantáneamente la democracia de un México que, incluso en sus momentos más autoritarios, nunca pudo equipararse a las típicas dictaduras militares latinoamericanas y dejó de ser la “dictadura perfecta” (Vargas Llosa) del PRI para convertirse en una democracia constitucional electoral competitiva dotada de un poder judicial independiente.

Si esto pasa en México, país de altos niveles de institucionalidad democrática y con una arraigada tradición de acogida de asilados, refugiados y exiliados, en contraste con muchos países de la región, ¿que nos espera a nosotros? Peor aún, ¿a dónde iremos cuando vengan los tiempos oscuros de nuestras dictaduras, dictablandas o democraduras? Nueva vez resultaría cierto que -intercede por nosotros para que no Virgen de Guadalupe- emigrar de un país a otro dentro de América Latina es como cambiar de camarote en el Titanic.