Es un hecho innegable que estamos cambiando. Ocurre con todo lo que vive. Sin embargo, resulta sabio y hasta muy oportuno preguntarse: ¿estamos cambiando para mejor o para peor?

La pregunta puede y hasta debe abarcar diversos ámbitos de nuestras vidas. En esta oportunidad escojo priorizar ese aspecto que nos permite descubrirnos, con similitudes y diferencias en relación con los demás seres humanos, pero también con un rol determinante para entendernos y lograr propósitos: la comunicación.

Todavía sigue muy fresca en mi memoria la imagen de uno de mis maestros “peleando con un mouse”, queriendo mostrarme algo en la pantalla de un armatoste al que llamaba computadora. Y aunque podría remitirme a mucho más atrás, para las más recientes generaciones, esta confesión debe parecerles algo “prehistórico”.

El asunto es que la tecnología ha transformado casi todos los aspectos de nuestras vidas, desde la manera en que trabajamos hasta cómo nos comunicamos con otras personas. Sin embargo, en lo pertinente a la comunicación, aunque la tecnología ofrece muchas ventajas, también ha causado ciertos problemas en las relaciones humanas.

En el pasado, la mayoría de las personas nos comunicábamos cara a cara, lo que nos permitía ver las expresiones faciales, escuchar el tono de voz y observar el lenguaje corporal del otro. Esas formas de comunicación son importantes porque nos ayudan a entender cómo se siente la otra persona y cómo debemos reaccionar. Y eso, sobre todo si atendemos a todo el tiempo que la humanidad tardó para inventarse las palabras, comunicándose sólo con gestos, explica que la comunicación no verbal sea tan importante para entendernos.

Sin embargo, con el auge de la tecnología, especialmente los teléfonos móviles, las redes sociales y las aplicaciones de mensajería, las personas hemos empezado a comunicarnos más a través de pantallas. Según Turkle (2015), la comunicación digital ha reducido la cantidad de interacciones cara a cara, lo que ha llevado a la pérdida de algunas habilidades sociales importantes.

Sherry Turkle es una investigadora que lleva cuatro décadas estudiando la psicología de las relaciones de las personas con la tecnología. Ella, autora de cinco libros y tres colecciones editadas, además de poseer importantes reconocimientos, ha encontrado que cuando nos comunicamos solo a través de mensajes de texto o redes sociales, es más difícil entender completamente lo que la otra persona está sintiendo.

Cuando usamos estos medios, las palabras pueden ser mal interpretadas, y no podemos captar las señales no verbales, como el tono de voz o las expresiones faciales, que son cruciales para la comunicación. Y, como lo habremos vivido, aunque quizás sin reparar en ello, eso puede causar malentendidos y, en última instancia, afectar negativamente nuestras relaciones.

Y no se trata de negar la importancia y gran valor de la tecnología. Es que la misma debe seguir siendo un medio para lograr propósitos. Así como fabricantes y vendedores logran ver crecer sus negocios de tecnología, quien la usa también necesita centrarse y concretar sus propósitos. Pero eso no debe conllevar que perdamos las habilidades que nos permiten entendernos con los demás.

El uso inadecuado de tecnología disminuye la empatía, que es la capacidad de entender y compartir los sentimientos de otra persona. Estudiosos han encontrado que, cuando pasamos más tiempo interactuando a través de pantallas y menos tiempo cara a cara perdemos oportunidades para practicar la empatía.

Las interacciones en línea a menudo son más rápidas y menos profundas que las conversaciones en persona, lo que puede hacer que nos volvamos más insensibles o menos comprensivos hacia los demás.

Con una sencilla consulta a personas con las que convivimos podemos descubrir oportunidades para corregir algunos malos hábitos que han ido penetrando de manera tan discreta como dañina en nuestras vidas. Ese simple ejercicio ayudaría a que nos mantengamos humanos, sanos, empáticos y en la mejor disposición de seguir usando todo, incluyendo la tecnología, para mejorar nuestras vidas y todo nuestro entorno.

Para eso es sumamente conveniente, además de necesario y urgente, que nos preguntemos si los cambios en las maneras en que nos relacionamos con las otras personas están haciéndonos bien o haciéndonos mal.