“La educación es el arma más poderosa que puedes tener para cambiar el mundo”– Nelson Mandela.

 

De acuerdo con nuestra Ley núm. 66 del año 1997 el sistema educativo nacional, cuyo órgano rector es el Minerd, persigue formar ciudadanos libres, críticos, altamente calificados y actualizados, creativos y capaces de contribuir al desarrollo de la nación en sus múltiples y relacionadas aristas, además de asegurar que sean amantes de su familia y de la patria, con una justa valoración de los derechos y libertades fundamentales, valores humanos y   entendimiento de las problemáticas nacionales cruciales.

En una palabra, el producto final de las escuelas públicas está realmente cargado de pretendidos significados, estando presentes, la mayoría de ellos, en el sentido común.

En todo caso, una educación de calidad o con calidad no solo incluye el aseguramiento de la eficacia y eficiencia de los procesos implicados ni las asistencias externas necesarias, sino también las peculiaridades y connotaciones de los múltiples factores que integran la dinámica del contexto sociocultural. En las condiciones actuales puede observarse la presencia dominante de factores que podríamos llamar regresivos o que no constituyen de hecho incentivos o estímulos para la calidad de los procesos educativos y sus principales actores, que son los profesores y colegiales. Esta fue la perspectiva asumida en la entrega anterior.

Ello quiere decir que el proceso de aprendizaje es apoyado o desestimulado por el contexto sociocultural. En el primer caso (propicia impulsos positivos) puede favorecerlo con estímulos positivos y ejemplarizantes; en el segundo (desincentivos) puede afectar sensiblemente la eficacia  y calidad de sus resultados (outputs) por múltiples vías que terminan configurando la percepción generalizada de los centros educativos como espacios de “pérdida de tiempo”.

En estos tiempos predominan los estímulos y los ejemplos malévolos del contexto.

La soledad o el aislamiento que se explican por la inversión de una gran cantidad del tiempo libre de los niños y adolescentes a las redes sociales, las cuales son también fuentes no despreciables de estados depresivos recurrentes y también de instrucciones peligrosas, subliminales o directas. El dominio creciente de “influenciadores” que inducen comportamientos estereotipados, apuntalando la indiferencia, el egoísmo e individualismo social, así como la supremacía de lo banal y material.

El acceso libre de los escolares a programas, películas o comics que apuestan al arraigo en las conciencias de niños y jóvenes de confusiones sobre identidad sexual, valores tradicionales, patrones culturales y normas de convivencia civilizada. Las expresiones “musicales” de moda y su aceptación social generalizada, las cuales aguijonean descarnada o por debajo del umbral de la conciencia la adopción de los caminos fáciles hacia las fortunas o el éxito personal, el consumo de drogas, el despilfarro, el lujo alucinador y la exclusividad del interés femenino por las fortunas y el poder político, económico o social.

La presuntuosidad del aspecto físico para escalar y llamar la atención, poniendo al mismo tiempo en relieve la irrelevancia del conocimiento firme. La proliferación de protagonistas ramplones auspiciados y resaltados con alegre entusiasmo por los medios de comunicación como los nuevos referentes en medio de nuestra decadencia social sistémica (ante cuyas evidencias guardan silencio).

También cuenta el cansancio y la mediocridad de una cantidad creciente de profesores o maestros que se muestran rendidos ante los aludes de alumnos agresivos, indisciplinados, provenientes de familias rotas o monoparentales. El desconocimiento casi absoluto del mérito por conocimiento, trabajo y virtudes personales.

La desidia o el desinterés de las comunidades en asumir responsabilidades en las escuelas, como el portentoso protagonista que debiera ser. La falta de asistencia especializada a la vanguardia de alumnos indisciplinados, rebeldes y desganados que domina hoy en las escuelas públicas (debemos visitarlas) y toda una suerte de otros factores que conspiran no contra la calidad de la enseñanza, sino contra la misma pertinencia social de las escuelas.