"¿Cómo es que, siendo tan inteligentes los niños, son tan estúpidos la mayor parte de los hombres? Debe ser fruto de la educación”.-Alejandro Dumas.

 

Durante unos 15 años fui docente en varias de las más importantes universidades del país. Esta experiencia, que se prolongó hasta 2005, ha sido una de las más aleccionadoras de mi vida. Ya para esa primera década del presente siglo afloraban las evidencias de un retroceso multidimensional en la educación superior dominicana. Se notaba que más que una preocupación por la calidad del proceso de aprendizaje, los centros de educación superior del país comenzaban a priorizar los aspectos pecuniarios y de rentabilidad, como en cualquier otra empresa, en un contexto en que la rectoría gubernamental (Mescyt) carecía de propuestas viables de reformas puntuales o integrales.

Uno de los más graves problemas que enfrentaban los docentes, por lo demás miserablemente retribuidos y sin el aliento motivador de los incentivos y reconocimientos, era la herencia recibida de las escuelas dominicanas. En efecto, los profesores universitarios veían llegar a las aulas a jóvenes con graves deficiencias en su formación escolar, hoy agravadas hasta niveles insospechados.

Faltas ortográficas infantiles, terribles problemas de comprensión, serias limitaciones en las capacidades de razonamiento lógico y conocimiento defectuoso-por no decir deprimente- de los cimientos de la formación profesional conformaban el abanico de problemas que enfrentaba la docencia universitaria. Lo peor, a menos que optaran por una merma considerable de su mercado, las universidades se veían compelidas a seguir adelante con estudiantes que de hecho debían repetir el ciclo escolar secundario. Otra ruta implicaba la subsanación de las deficiencias más críticas, lo cual en gran medida dependía más de los estudiantes que de las universidades.

En esa primera década el problema se estaba planteando desde el lado de la escuela y el utilitarismo creciente de los centros de enseñanza superior. En la segunda y en la tercera en curso se recrudece el problema de la calidad de la enseñanza en las escuelas hasta niveles insólitos. Acompañan este deterioro sistémico la masificación de las universidades anodinas, en la mayoría de las cuales los docentes sobreviven literalmente con sueldos miserables y sin garantías de un retiro digno; además, sin el tiempo ni los apoyos institucionales que demandan la investigación y actualización técnica y profesional que aplique.

Hoy, todos los factores que contribuyen a una educación integral, abarcante, de alcances verdaderamente útiles para la sociedad, están en un franco estado de quiebra total. La eficiencia del aprendizaje, los terribles rezagos de los procesos cognitivos y las mismas deficiencias formativas y metodológicas de quienes están llamados a transmitir conocimientos y asegurar su adecuado e inteligente discernimiento, dibujan un panorama sombrío, diríamos que aterrador para el futuro de la nación dominicana.

A todo ello contribuye, y de hecho son factores de regresión social relevantes, la desarticulación del núcleo familiar tradicional donde las madres solteras sortean en absoluta soledad los crecientes desafíos cotidianos, y la indefensión y vulnerabilidad de niños y adolescentes que son dejados bajo la protección de terceros o en soledad en ambientes sociales cargados de grietas que exponen abiertamente los peores referentes morales.

También la débil o nula inclusión de las comunidades en las escuelas; los infravalores de la llamada cultura urbana que diseminan las idolatrías a lo banal y material; el desprecio de la lectura y corrección del lenguaje, además de la inducción abierta y socialmente habilitada de comportamientos desafiantes de todo orden; la proliferación de falsos héroes multimillonarios cuya mayor distinción es la mutilación del idioma y el exhibicionismo respaldado por los medios de comunicación, y la paternidad irresponsable, huidiza -sin consecuencias- de responsabilidades y compromisos efectivos con la descendencia.

No menos importante es la aparente imposibilidad actual de imponer un orden y disciplina en las escuelas, pobladas de chicos de la periferia rebeldes, irritados, angustiados, desafiantes, provenientes de familias en muchos casos destruidas y sobrecargadas de carencias materiales, por lo demás cada vez más inclinados con fervor impresionante a los trayectos fáciles y peligrosos que hoy llevan al éxito personal en el muy corto plazo.

En definitiva, para hablar de un retorno a la calidad de la educación, deberíamos pensar holísticamente, incorporando todos los espacios relevantes intervinientes y sus problemas.