La historia, las civilizaciones, la cultura, la ciencia y la filosofía son las bases donde se asienta el pensamiento, y este, a su vez, participa de todos los hechos que se producen a nivel planetario. El mundo que construye cada era es un amasijo de anatemas que desborda inagotables dudas, esperanzas y desesperanzas.
Atravesar los límites o sus redes de signos, símbolos y lenguajes impulsa al sujeto pensante, heredero de las tradiciones en desarrollo, a hacer un cotejo cronológico de por qué el ser único tiene una conexión, obligatoriamente, con la historia del pasado y del presente y un particular interés de modo riguroso con la experiencia humana, la cual, indudablemente es la panacea de los grandes cambios que fomentan la ética donde se anidan los paradigmas y los valores, y por esa razón, de acuerdo al filósofo griego Calicles: “…al cielo y a la tierra, a los dioses y a los hombres los gobiernan la convivencia, la amistad, el buen orden, la moderación y la justicia”. (Alfonso Gómez-Lobo, La ética de Sócrates, Fondo de Cultura Económica, México, p. 134, 1989).
Es posible que así sea, porque hay fórmulas o códices que determinan que los valores, en este caso, los dogmas, que nos permiten testimoniar la vida a partir de la evolución o el destino y que conforme a esquemas o estilos proporcionan la idea de que todo cuanto hacemos o decimos tiene un componente divergente. Valdría la pena subrayar, en este caso, que el cumplimiento de las leyes contribuye a formar una conciencia cónsona con la verdad, pues, sin ella, los individuos se acostumbrarían a actos salvajes o indiscriminados.
También la universalización de las ideas y teorías políticas juegan un papel principalísimo en los grupos humanos cuya apuesta por el poder está basada en esa convivencia que representa un conjunto de principios básicos en el sentido de la moral y la razón como lógica de todo proyecto donde el individuo forma parte del diálogo, la solidaridad y lo intrínseco de la equidad, pues, de esa manera, la vida humana en el aspecto político tiene un valor que trasciende la ambición, lo fraudulento y lo demagógico.
Toda guerra no solo destruye los valores establecidos de una nación sino que también causa grandes daños emocionales a lo más hermoso que posee el mundo: el individuo
Los dogmas, paradigmas, valores, leyes y cultura son el instrumento de la democracia y el predominio de la comunión entre los individuos, los cuales se ensamblan y subordinan a la cultura universal. De no ser así, las incertidumbres se adueñarían del orden de las sociedades creando el caos colectivo. Afortunadamente, las fuerzas que operan sobre la premisa de que en un mundo sin valoraciones éticas que son, a su vez, el dominio de lo justo, del reconocimiento invariablemente de lo bueno porque, en definitiva, esta convicción nos lleva a aceptar que los dogmas, los paradigmas y los valores son los preceptos que dan sustento a la concreción de la vida humana.
Cuando estos referentes quedan fuera de la esfera de la filosofía humana y universal, de hecho se produce la decadencia y esto hace que se alteren los propósitos culturales y la significación del individuo pierde su esencia como arquetipo de la comunidad familiar y la objetividad deja de ser inmutable. Sabemos que el mundo siempre ha atravesado por estos trances, como el caso de las guerras y los procesos de degradaciones políticas, pero siempre existirá el deber y el compromiso de revitalizar los dogmas, los símbolos y paradigmas que dan continuidad a los valores éticos desde el inicio de la humanidad.
Esto permite crear esperanzas y llevar estímulos allí donde hay desconsuelo, porque la vida sin creencias e ideales produce tristeza y desconcierto. Como se verá, el mundo, a pesar de la Primera y Segunda Guerras Mundiales, del holocausto de Auschwitz producido por los alemanes, ha seguido su curso aun con todo lo que implica la agresividad bélica y las injusticias.
Oswald Spengler (1880-1936), autor de la magnífica obra La decadencia de Occidente, criticó este terrible e irracional genocidio hasta el extremo de sentir vergüenza por el mismo, y por tal motivo siempre se preocupó por el “dinamismo de la cultura a través de la historia”, y que para el filósofo español Ortega y Gasset, por tratarse de la Primera Guerra Mundial, “es la quiebra de un sistema de creencias” aun con su claroscuro.
Toda guerra no solo destruye los valores establecidos de una nación sino que también causa grandes daños emocionales a lo más hermoso que posee el mundo: el individuo y que, al suprimir sus anhelos de libertad, en mayor o menor grado, quiebra sus derechos individuales, estableciendo en algunos casos cruentas dictaduras”.
En ese contexto, Louis Smith, en su obra La democracia y el poder militar, (Editorial Bibliográfica Argentina, Buenos Aires, traducción de Fernando Demarco, p. 4, 1957, refiere:
“Ciertamente, es un dogma de la democracia que el poder militar debe estar subordinado a la autoridad civil. El control por el poder militar, con su programa autoritario y su dura disciplina es, naturalmente, incompatible con las ideas democráticas de la libertad y autonomía individual”.
En efecto, sin los ídolos auténticos y la historia universal que el hombre ha elaborado, el orden familiar se convertiría en miserable existencia. Es por ello que el filósofo Martín Heidegger, en su texto El ser y el tiempo (Fondo de Cultura Económica, México, traducción, José Gaos, p. 153, 1951), da valoración ontológica al ser al explicar que “…el poder, deber y necesitar un “ser ahí” hacerse con su saber y querer fácticamente dueño del estado de ánimo puede significar una primacía de la voluntad y del conocimiento en ciertas posibilidades del existir”.