Al utilizar nuestros celulares, podemos encontrarnos con aplicaciones como Google Maps, Earth o Waze. Todas tienen en común que nos permiten el acceso a navegar por las más bellas e importantes ciudades del mundo. Lo mismo sucede cuando planificamos algún tour y recurrimos a una agencia de viajes. Nos presentan imágenes de las ciudades y lugares más icónicos del territorio que queramos visitar. Por nuestros ojos pasan esas zonas que no podemos dejar de conocer, y automáticamente asumimos esos espacios como grandes ciudades porque tienen todo lo que se supone hace falta para serlo. Pero ¿es esto cierto?

Antes de irnos a la respuesta de dicha pregunta, es necesario retomar algunos antecedentes. El concepto de ciudad nos ha sido legado por los griegos, quienes llamaron polis a los territorios independientes habitados por ciudadanos, es decir, personas libres que tenían participación en las decisiones políticas de la comunidad. Sin embargo, hay una diferencia entre la polis griega y la ciudad como la conocemos hoy. En la actualidad, ciudad es sinónimo de gran extensión de territorio urbanizado que pertenece a un Estado, que cuenta con un fuerte dinamismo económico y que está habitado por personas a las que se le reconocen derechos y se le atribuyen deberes. Para los griegos, más allá de un territorio, era un Estado independiente con su propio gobierno, leyes y economía. En este artículo me tomaré la licencia de homologar el concepto griego de polis con lo que hoy todos hemos llegado a asumir como ciudad.

En medio de esta situación, recorro nuestras calles, observo y, como Diógenes con la lámpara, digo: busco una ciudad y no la encuentro.

Si retomamos las ideas de uno de los pensadores más tradicionales e importantes de la humanidad, con mucha facilidad llegaremos a la conclusión de que esos grandes espacios que nos enorgullecen tanto al estar llenos de edificaciones, dinamismo y actividad económica, no son otra cosa que territorios en los que vivimos y a los que vamos solo para garantizar la propia supervivencia. En contraste, Aristóteles define a la ciudad de la siguiente manera: "Así es evidente que para la ciudad que verdaderamente sea considerada tal, y no solo de nombre, debe ser objeto de preocupación la virtud, pues si no la comunidad se reduce a una alianza militar (…) y la ley resulta un convenio (…) una garantía de los derechos de unos y otros, pero que no es capaz de hacer a los ciudadanos buenos y justos" (Política III, 1280 b).

El fin último de la ciudad debe ser cultivar la virtud y el bien en sus ciudadanos. Es decir, contar con una estructura tanto física como ética que garantice el bienestar y la felicidad de las personas. Para poder orientarnos en esa dirección es necesario cuestionarnos y poner en debate público la siguiente pregunta: ¿cuál es la finalidad de la ciudad? Según lo que vemos en las propuestas de políticas públicas de la mayoría de nuestros candidatos y de las grandes empresas tanto nacionales como internacionales, la finalidad de la ciudad parece ser el mero crecimiento económico. Se insiste en la construcción descontrolada de nuevas edificaciones y en la proliferación de las nuevas tecnologías en los espacios públicos con el objetivo de garantizar la continuidad del estilo de vida que nos ha traído hasta aquí y que nos está enfermando. En medio de esta situación, recorro nuestras calles, observo y, como Diógenes con la lámpara, digo: busco una ciudad y no la encuentro.