Cuando las decisiones de los gobernantes son aceptadas acríticamente se corre el riesgo de obviar los peligros inherentes al ejercicio del poder público.
El análisis de las normas administrativas radica, precisamente, en la necesaria depuración de las intenciones perseguidas con la intervención pública en la economía para así purgar la posibilidad de engendrar malas regulaciones que terminen afectando desproporcionadamente los derechos de las personas.
Un claro ejemplo de que las buenas intenciones no son siempre suficientes para crear buenas regulaciones lo es el Decreto núm. 420-23. De manera específica, en el Capítulo IV del referido decreto se articularon reglas con la finalidad de ordenar el acceso y entrada de los agentes económicos en la actividad de comercialización de vehículos de motor. Sin embargo, las medidas empleadas, en su gran mayoría, son excesivamente restrictivas y, en el mejor de los casos, no se encuentran suficientemente motivadas. Veámoslo.
El Decreto núm. 420-23 establece en su artículo 28 tres (3) categorías de licencias cuya obtención es preceptiva para el ejercicio de las actividades de concesionario, importador, distribuidor y comercializador de vehículos de motor. Concretamente las licencias previstas en el decreto son la licencia de concesionario importador; la licencia de distribuidor importador y la licencia de vendedor o comercializador.
La categorización de las licencias responde a una cierta lógica, pues le permite a la administración pública segmentar a los empresarios según las actividades que estos pretendan realizar en el mercado de venta de vehículos de motor. Sin embargo, ese sentido se diluye por completo cuando se exigen los mismos requisitos a todos los agentes económicos, indistintamente estos se desempeñen como concesionarios, distribuidores, importadores o simples comercializadores.
Los requisitos contenidos en el Decreto núm. 420-23 para la obtención de una de las licencias para concesionarios, distribuidores y vendedores de vehículos de motor es otro aspecto verdaderamente llamativo, desde el punto de vista de los principios de razonabilidad y proporcionalidad. Concretamente, la exigencia de un capital mínimo de RD$ 3,000,000.00, para las personas jurídicas, cuya necesidad no se encuentra motivada, ni su adecuación se justifica para alcanzar finalidad de interés general alguna.
Así, la exigencia de un capital mínimo por la suma prevista en el artículo 30 literal e), es arbitrario ya que fue fijado inmotivadamente y, además, supone una medida restrictiva al generar un coste de entrada que limita con mayor intensidad el derecho fundamental a la libertad de empresa en perjuicio de las microempresas, por el simple hecho de estas carecer de capacidad económica.
La falta total de razonamiento se ve agravada por el párrafo II del artículo 30 de la norma reglamentaria, al delegar una habilitación totalmente abierta en favor de la Dirección General de Impuestos Internos (DGII) para exigir cualquier requisito y condición adicional a los ya previstos en el Decreto núm. 420-23, lo cual puede entrar en pugna con los principios de seguridad jurídica y juridicidad en la actuación administrativa.
Si bien no cuestionamos la oportunidad y conveniencia del Decreto núm. 420-23, es preciso señalar que este no se encuentra suficientemente razonado. No se ha ponderado previamente ni se ha hecho público un análisis de sus efectos, costes o beneficios sobre el mercado de venta de vehículos de motor y es esta falta de análisis lo que ha desembocado en una mala regulación motivada en buenas intenciones.