Desde siempre he sido un ávido entusiasta de la lluvia, ya fuera saltando y danzando debajo de ella, durante mis primigenios años mozos, o en la pasividad del voyerista que conforme pasa el tiempo se recoge en una ceremoniosa reverencia meditativa, prefiriendo verla caer a través de un cristal o detrás de una ventana.

Tal vez no tenga un conteo preciso de la cantidad de lluvia que ha quedado hibernando en  mi "memoria pluvial", pero lo que sí doy por sentado es que nunca olvidaré haber sido testigo de primera línea del momento en que una diminuta gotita de agua lluvia, tomando distancia de sus demás compañeras, prefirió la soledad.

Como habitualmente acostumbro a hacer, una tarde cualquiera de este verano abrasador salí al jardín cuando la lluvia ya había concluido su imperecedero ritual acuoso, quedando en mi entorno una colonia numerosa de gotitas, de esas dotadas de ciertas habilidades malabaristas, que cuando merma la lluvia logran prorrogar el proceso evanescente que las lleva a la extinción, gracias a la acogida generosa de algunas hojas y ramas de los árboles, mientras la tierra sedienta le canta su réquiem.

Se agrupaban como si tuvieran conciencia gregaria, temerosas de que aflorara cualquier deslealtad grupal que pusiera en riesgo la existencia. Pero de todas hubo una que acaparó mi atención, que parecía apelar a la distinción, como si renegara al síndrome de la manada. Me dejé llevar de su aureola de misterio que la envolvía y me le acerqué sigilosamente para dejar registro visual de su existencia fugaz. Contuve la respiración o cualquier movimiento torpe que pudiera hacer que se precipitara al vacío. Lo logré precariamente hasta poder hacer dos tomas con mi celular de ese memorable “encuentro cercano de tercer tipo”. Cuando me preparaba para la tercera toma, sentí una brisa fuerte y fría que de un solo soplo se llevó de cuajo todo vestigio memorioso de la lluvia. Miré el borde de la hoja que la acunaba y ya no había allí ningún huésped. Todo se había desvanecido. Se había cumplido un ciclo que no podía ser de otra manera, quedando confirmada la profecía de los estoicos del “eterno retorno”.

Sabiendo que en mi celular me aguardaba un tesoro inestimable, me quedé disfrutando del “particular olor que surge cuando la lluvia cae sobre la tierra seca” y que la selecta casta que compone la RAE, apelando a la legitimidad que le llega del bardo manchego, prescribe que usemos la palabra petricor. A mi modo de ver una de las palabras más hermosa de la lengua española.