La sociedad dominicana, su clase dirigente, el pueblo en su conjunto está compelida a revisar su presente, sus proyecciones y esa noción de desarrollo que se ha instalado en el imaginario colectivo. La hipótesis implícita que suele promoverse entre los grupos de poder, y no siempre bien refutada por los movimientos progresistas, es que si se crean las condiciones institucionales, es decir, que los inversionistas tengan garantías jurídicas y se controle la corrupción, la República Dominicana logrará su desarrollo. Con una metáfora simple el mensaje es que si tapamos los hoyos y construimos los puentes necesarios, el camino que seguimos nos llevará al paraíso.
Los tecnócratas y hacedores de políticas las falencias típicas del presente modelo las reconocen como ineficiencias del mercado que requieren la intervención del Estado a través de programas sociales. Daños colaterales, se dirían en el lenguaje de guerra gringo. La idea es promover transferencias asistencialistas para aquellos sectores menos favorecidos. Aquellos que se han quedado rezagados fruto de los ajustes estructurales del cambio del modelo de sustitución de importaciones con economía cerrada existente en el país hasta los años ochenta.
El crecimiento sostenido del PIB, el aumento de varios dígitos del parque vehicular, el fortalecimiento de la capacidad de consumo de las clases medias, la aparición de un grupo de consumidores de productos de alta gama, la ostentosa emergencia de soluciones habitacionales en torres en los polígonos centrales de dos o tres ciudades, entre otros indicadores, ha generado una suerte de orgullo nacional que comparten mucho nuestras élites. El libro titulado “Gran Cambio: la transformación social y económica de la República Dominicana 1963-2013” de Frank Moya Pons es, una de las apología a ese canto épico del éxito que los grupos de poder y sus gobiernos ex oficio han consolidado en el país.
Desmontar ese apabullante discurso no requiere de un enjundioso estudio con rigor académico. Un análisis periodístico permite desmontar los fuegos fatuos que en la oscuridad de la visión ingenua nos quieren vender a los dominicanos. El modelo económico imperante en nuestro país que vale la pena reiterar, se sustenta en salarios baratos en zona franca y turismo, remesas de los exiliados económicos, relación rentista con un estado corrupto y convivencia con el narcotráfico y el lavado; ese modelo es un fraude.
No nos conduce al país que merecemos, por el contrario el producto que nos está legando es la fragmentación social y cultural más perniciosa que hemos enfrentado. La consolidación de dos sociedades que viven en paralelo, sin espacios de socialización compartida, con una ruptura en los referentes culturales, éticos y societarios, con estrategias de vida antepuestas (acumulación versus sobrevivencia), con visiones de futuros incompatibles, es en definitiva el agua y el aceite de dos mundos que bajo la noción de pueblo dominicano cohabitan bajo un espectro de Estado que solo le garantiza oportunidades a los menos.
Aquellos que se sienten satisfechos de pertenecer a un país cuya economía crece a ritmos envidiables en las últimas décadas es bueno recordarles que nuestro vecino país fue la economía mas boyante de toda América durante más de un siglo. Más cercano podemos utilizar como referencia el enorme crecimiento económico experimentó nuestro país durante el régimen de Trujillo. Ambos ejemplos, que pueden multiplicarse sin mayores esfuerzos mentales y evidencian que un crecimiento económico que no sirva para cohesionar la sociedad, para integrar la población, para consolidar una cultura nacional incluyente, para generar excedentes que sean redistribuidos con equidad, es apenas un ejercicio de cinismo. Sin esas condiciones el crecimiento económico es una manifestación de polarización y una amenaza a los cimientos de una cohabitación armónica.
Durante muchos años los partidos tradicionales de oposición (quien sea que esté de turno) y el movimiento progresista han enfilado los cañones contra las estadísticas del Banco Central. El tiempo nos ha demostrado cuán equivocados hemos estado. El dinamismo de la economía dominicana es innegable, como lo es la generación de riquezas. Los indicadores macroeconómicos que presentan las autoridades monetarias reflejan la realidad económica del país. El problema radica en que nos hemos dejado confundir sacando conclusiones a partir de premisas falsas.
Igual es nuestra equivocación si seguimos creyendo que la gordura es sinónimo de salud, que rezar mucho es señal de ser buena persona y que tener muchos hijos es indicador de tener una vida sexual hiperactiva.
Los indicadores macroeconómicos de crecimiento se estrellan contra la realidad de que una parte mayoritaria de la población quiere irse del país. A quienes sustentan el éxito de este modelo me gustaría pedirles que nos ilustren cual país ha construido una base firme de crecimiento de forma extensa y sostenida simultáneamente con una emigración que incrementa de forma imparable desde hace 50 años.
Quienes nos muestran los logros de este neoliberalismo aplatanado que se ha consolidado en el país sería útil que nos indiquen un solo país en el globo terráqueo que haya logrado su desarrollo mientras que el desempeño educativo se consolide entre los peores de la región. Es necesario que nos presenten los referentes de naciones en las cuales, luego de décadas de expansión, sigamos necesitando un incremento anual en la cantidad de personas que deben ser cubiertas por los planes de asistencia.
A inicios de los ochenta del siglo pasado, cuando se iniciaban los ajustes estructurales en el país, nos prometían que si lográbamos captar más de 1,000 millones de dólares en inversión extranjera y recibir 2 millones de turistas serían indicios ineludibles de que avanzábamos a superar el subdesarrollo. Hoy ambas metas han sido ampliamente superamos y seguimos esperando el paraíso.
Los ingresos per cápita de la población dominicana en el 2022 son similares a los que tenían Bélgica, Suecia, Holanda y muchos países europeos. Valdría la pena preguntarse, ¿Tiene la sociedad dominicana de hoy el perfil de desarrollo que presentaban esas naciones 50 años atrás? Nada que ver. Por la sencilla razón de que no solo basta cuanto se produzca, si no como se produce, quien lo produce, cómo se organiza la producción y como se distribuye. Cualquier crecimiento del PIB sin el marco de un estado progresista e incluyente será un canto de sirena que su única utilidad será confundir los marineros.
Ya hemos recaudado evidencias sobradas para saber que la calle por la que nos desplazamos no hace esquina con el bienestar de la población. No importa cuán avanzados nos encontremos en esa ruta, cuán lejos estemos en el camino, cuánto nos desplacemos, cuánto logremos las metas de exportaciones en zona franca, turistas que nos visiten, inversionistas que lleguen, por el sendero que vamos definitivamente no llegaremos al bienestar de la población.
La primera reacción es cambiar de chófer o quizás cambiar de GPS. Quienes mantenemos una posición crítica al modelo de sociedad existente pedimos algo más. Tan simple como necesario: cambiemos de avenida. Doblemos hacia la izquierda y veremos que un par de horas más adelante, luego de algunos ajustes necesarios estaremos atisbando la parada. Esa red de solidaridad promovida por el Estado que nos garantiza el bienestar y la felicidad de nuestro pueblo.