El bicameralismo puede considerarse como un “accidente histórico”, y no un diseño deliberado que responda a un modelo filosófico concreto (Sáenz Royo, 2017), de hecho algunos autores lo ubican en diferentes lugares y épocas históricas. Sang & Chez Checo (2010) reseñan que, según algunos historiadores, el concepto de bicameralidad se remonta a la Antigua Grecia y al Imperio Romano, mientras que otros afirman que los parlamentos bicamerales realmente aparecieron en la Europa medieval, pero que fue verdaderamente en los Estados Unidos donde se conceptualizó y aplicó el modelo bicameral. Sánchez Sanlley coincide en que el bicameralismo de los regímenes presidenciales tuvo origen en los Estados Unidos de América, con la independencia de las trece colonias, que se convertirían en los primeros estados federados.

Entre estos trece estados federados, unos superaban a otros en términos poblacionales. Tal circunstancia condujo a que, cuando se debatía la Constitución, los grandes estados federados propugnaban por un órgano legislativo unicameral, donde cada uno de ellos tendrían representación en proporción a su cantidad de habitantes. Por el contrario, los de menor población, preferían que cada uno tuviera la misma cantidad de representantes, sin importar su demografía.

Ante el desacuerdo, surge la idea de dos cámaras legislativas: una donde cada estado federado tendría una representación proporcional a su número de habitantes (Cámara de Representantes); y otra donde cada uno tendría representación igualitaria sin importar su población (Senado). La primera representaría a toda la nación, la federación en su conjunto; mientras la otra representaría los intereses de cada estado federado. Esto sirvió para armonizar intereses contrapuestos que propugnaban en uno u otro sentido, transacción que terminaría sentando las bases para que, posteriormente, se establecieran sistemas similares en otros Estados federales (y unitarios).

No obstante, Sánchez Sanlley identifica el bicameralismo en otros episodios y naciones donde primero surgió una Cámara de carácter aristocrático, como mecanismo de establecer límites al poder absoluto de la monarquía. El ejemplo clásico es la Cámara de los Lores, en Inglaterra; pero de igual manera, la Cámara de los Pares, en Francia. Más adelante, ambas concurrirían con cámaras legislativas democráticas, elegidas por sufragio universal, como consecuencia del desarrollo de la doctrina de la soberanía popular, de la mano con el surgimiento de los sistemas democráticos y, con esta concurrencia, el bicameralismo.

Según la base de datos de la Unión Interparlamentaria, para el año 2024, de un total de 190 países, 79 de ellos tienen un poder legislativo bicameral, mientras 111 países tienen una estructura unicameral (Inter-Parliamentary Union, 2024). Sin embargo, la discusión sobre cuál implementar debe observar el contexto histórico, así como de la realidad social y política del lugar donde se desarrolla el debate, parámetros esenciales para justificar la pertinencia de uno u otro modelo.

Como colofón de lo esbozado y, adelantándome a las discusiones que, con fortuna pudiera suscitar, rescato algunas ideas del historiador parlamentario, Albert Frederick Pollard, quien afirmaba que “el parlamento no está ligado a ninguna teoría política” y, en ese sentido, ha sido herramienta de monarcas, oligarcas y demócratas; medio de oposición e instrumento de gobierno; preventivo de revoluciones y promotor de reformas; tribunal de la ley, consejo y legislatura; utilizado por reyes medievales y aún más por los ministros modernos; que la elasticidad del Parlamento no ha conocido límites en el pasado y las instituciones políticas se mantienen gracias a su adaptabilidad (Pollard, 1926). De ahí que, no es ocioso ni extraño cuestionarse si el modelo legislativo que tenemos se adapta a nuestra realidad o si responde a una teoría descontextualizada, a una conveniencia política o a una mera tradición más que a una justificación práctica. Veremos.