Tuve una relación muy especial con mi abuelo. Desde que tengo memoria, él siempre estuvo presente en las distintas etapas de mi crecimiento, lo que me permitió conocer varias facetas de la misma persona.
De niño, apreciaba las pequeñas cosas. Por ejemplo, cuando me pasaba a recoger al colegio, iba directo al aula (antes de que sonara el timbre), saludaba a mis profesores y me daba la mano sin preguntar. La emoción de ver cómo me iba del colegio mientras mis amigos se quedaban (sin entender por qué mis profesores lo saludaban como si lo conocieran), para irnos a comer helado de pistacho en una copa grande, de vidrio, en alguna heladería que (creo) estaba cerca de su casa.
Entrando a la adolescencia, aunque inmerso en un mundo que rehuía a la cultura, y quizás inicialmente solo visitándolo por la exquisita comida que nos cocinaban en su casa (alitas fritas, sancocho de habichuelas y chuletas, o arroz con habichuela), pude adquirir una admiración y amor por la historia, política y poesía. Me contaba sobre su vida, mientras estaba sentado ahí, en su silla, en su habitación, rodeado de premios, fotografías y artículos que significaban (y quizás resumían) su vida pública.
Lo mejor era hacerle preguntas abiertas. Si eran de política actual, no solo te comentaba sus razones detrás de la respuesta, sino que te hacía un enlace con la historia reciente, y no tan reciente, regalando pincelazos ilustrativos de una vida plena, convulsa y compleja.
Ya en la universidad, además de verlo en su casa, coincidíamos en la oficina de mi Tío Pancho, donde iba por lo menos semanalmente a tomarse un café y hablar de lo que fuese. Esas visitas eran buenas porque, además de que se vestía muy formal, pero relajado, se le notaba disfrutar estar en la oficina de su hijo, y compartir con sus familiares. Igualmente, los saludos de todos los colaboradores le sacaban sonrisas.
Su regalo para mí, al entrar a la facultad de derecho, fue un ejemplar de la constitución del momento con un mensaje que decía, en resumen, que me regalaba el libro más importante para mi carrera, y que me felicitaba.
Y luego de iniciar esa horrible enfermedad que nos roba a las personas desde dentro, y aunque repetía, sin saber, muchas de las anécdotas, seguíamos disfrutando de su tiempo y sabiduría. Algunos videos tengo, que debo ubicar, donde justificaba lo que ya había escrito en una de sus publicaciones, el 11 de junio del 2008. Decía, abuelito, que la desaparición de los poetas trajo consigo la de los declamadores. El sublime arte de la poesía es uno prácticamente en extinción, ya que no hay quien escriba un soneto, y si lo hay, no se atreve a publicarlo, o no tiene quien se lo publique.
Como eterno romántico, y con una voz ya cargada, decía que lo que faltó que dijera la canción, lo completaba el declamador, y ese dueto era casi infalible cuando se trataba de buscar el “dulce sí”.
A lo largo de todos mis recuerdos junto a él, de lo que he podido aprender de sus amigos, de sus escritos, de su historia y de lo que dicen (y lo que callan) de mi abuelo, no tengo dudas de algo que respondí, ya para terminar, cuando hace unos días alguien me preguntó si me molestaba que en mi familia tuviésemos la práctica de llamarnos “Francisco”.
Llamarme como mi papá, mis tíos, mi abuelo, mis primos, es un gran regalo. Independientemente del baremo utilizado para medir la forma en la que “el nombre” se haya querido desarrollar, sin importar si el éxito es económico, profesional, humano o espiritual, e incluso si –por coyunturas de género o prácticas– no lleva el nombre que mi abuelito con tanta energía sugería sea utilizado, me siento muy orgulloso de ser parte del tronco que pudo crear Francisco Álvarez Castellanos.
Y su partida me permitió recrear todos esos bellos momentos junto a mi familia que uno, lamentablemente, va olvidando. Las complejidades de la vida nos roban los recuerdos lindos porque necesitamos prestar atención a los eventos que actualmente pueden afectar nuestros días. Y allí tendemos a perdernos, y perder nuestro pasado, especialmente de quienes siempre estarán en nuestro equipo, nuestra familia.
Por eso, para recordar a mi abuelito lindo, más allá de las lágrimas, fotografías y videos que han sido los actores principales de estos días, espero poder mantener lo que durante toda su vida destiló. Dicen que solo muere quien se olvida, pero el olvido es imposible cuando su recuerdo se encuentra en nuestras moléculas, nuestros cerebros, y nuestro corazón.
Terminaré estas palabras como comenzaban (militarmente) nuestras conversaciones: “Bendición abuelito lindo”, y su respuesta, sonriente, “Dios te bendiga hijo mío”.