La sociedad dominicana padece el fruto de décadas de promoción del éxito personal basado en la belleza, el dinero y el poder. Valores como el trabajo tesonero, la formación académica y la integridad personal han sido marginados, considerados como propios para ingenuos o tontos. Es evidente que los grandes héroes sociales son los que tienen una apariencia cultivada en gimnasios o cirugías, aquellos que ganan dinero, mucho y rápido, o quienes llegan a puestos altos políticos y lo ejercen para su beneficio y el de los suyos.

Ni las iglesias, ni las escuelas, ni los medios de comunicación han enfrentado en su justa medida estas patologías que amenazan seriamente la viabilidad de nuestro cuerpo social. No se atienden a las señales evidentes de esos defectos y por eso es notorio que los casos de escándalo por los procesos judiciales iniciados reflejan que esos fueron los motivos principales para que tantos hombres y mujeres se involucran en delitos contra el erario sin el menor rubor. Les asiste a los encartados su reconocimiento social que, aunque callado, es muy evidente, a lo sumo se les critica no haber tenido mayor “inteligencia” en ocultar sus fechorías.

Igual pasa con los grandes narcotraficantes, admirados a través de telenovelas muy populares, y que regresan al país para recuperar tus fortunas amasadas por el crimen. A pequeña escala los jóvenes y adultos dedicados al microtráfico son venerados por sus vecinos a los que les resuelven algunos de sus problemas, sea mediante dádivas o préstamos. Se nota en la fama de los grandes peloteros, que se les reconoce las fortunas que han obtenido por jugar en las Grandes Ligas, no tanto por sus capacidades atléticas. Se celebra a los artistas que poseen fincas y gran cantidad de bienes, mientras se le censura a los que no tienen más recursos que los necesarios para sobrevivir.

Muchas mujeres, lamentablemente, han centrado su vida en conquistar a hombres que les den regalos y dinero por sus favores sexuales, sin que se consideren a si mismas como prostitutas. Raro el caso de los funcionarios que no tengan al menos una amante desde que ha ganado dinero suficiente para tenerla. El entorno se hace la vista gorda, incluidos actores que se pintan como moralistas, porque el poder es seductor y ablanda los rigores de los discursos contra pecados reales o imaginados. Hasta par de “pastoras” están encartadas en los casos de corrupción más notables.

Esa es la realidad moral dominicana, la dominante, sin negar que muchos nos excluimos de esas prácticas y menos cultivamos esos antivalores. Si no enfrentamos ese grave problema y comenzamos a cambiar los ideales que ahora están entronizados, viviremos permanentemente conociendo escándalo tras escándalo, hasta llegar incluso a asesinatos como el reciente del Ministro de Medio Ambiente que fue víctima de un codicioso relacionado a su vida desde el colegio.

Es indudable que la persecución contra todo tipo de delito y especialmente seguir la huella del dinero mal habido para confiscarlo y devolverlo a los fondos público, es una tarea urgente y necesaria, pero no basta. Educar en valores que promuevan la integridad personal, que estimulen el servicio a los demás, que reconozca pública el trabajo honesto y la vida modesta, se impone. Eso demanda educación en todos los ámbitos posibles y promover modelos reales de hombres y mujeres que edifican su vida con verdad y compromiso.

Mientras los corruptos tengan reconocimiento siempre que vayan a un restaurant, tengan asientos de primera fila en los templos o sean escogidos por los partidos políticos para puestos electivos, no avanzaremos. Urge ahondar en la crítica de muchos medios de comunicación que banalizan la corrupción o incluso defiende a corruptos por compromiso claro con sus acciones o beneficiarios de dinero obtenido mediante el lavado de activos. Ningún sector puede ser indiferente a esta cruzada por mejorar la moralidad de nuestro pueblo en todas sus clases sociales.

Se le suma a esta plaga inmoral actitudes como la misoginia y el racismo, que son promovidos para generar simpatía en la ignorancia de muchos sobre quienes son los verdaderos culpables de nuestras desgracias.