“Aquella no era una cárcel, era una universidad del crimen. Entré con un bachillerato en marihuana y salí con un doctorado en cocaína” – Johnny Depp.

 

Muchos dominicanos que tienen la suerte de vivir en lugares protegidos, entre torres y jardines coloridos, alejados de ruidos infernales, tiroteos, riñas masivas, violaciones, prostitución y febril actividad de los puntos de distribución de drogas, se escandalizan con razón cuando se enfrentan en los medios de comunicación con las trágicas y tristes cosechas de la delincuencia en nuestras provincias y el Gran Santo Domingo. En ellos ven también el crecimiento de hechos violentos por deudas no honradas o por causa de rupturas de relaciones sentimentales o afloramiento de viejas ofensas que el tiempo no fue capaz de borrar.

 

Para conocer la dinámica oculta del caos imperante en los barrios marginales de nuestra ya gran ciudad capital, bastaría pasar una tarde sentado en algún lugar de una de sus calles céntricas.

 

Desde allí se ven motocicletas que transitan a gran velocidad en todas direcciones; reuniones sospechosas de adolescentes desaliñados, huraños y violentos; jóvenes que sirven de intermediarios a chicas menores de edad que ofrecen sus servicios de sexo oral; cientos de madres solteras desempleadas con adolescentes que no encuentran alternativas para sobrevivir en el barrio ni fuera de él, y puntos de drogas que funcionan ante la presencia indiferente, pero en definitiva bien retribuida, de  los agentes de la policía nacional.

 

Es también normal el uso libre de Hookah que sabemos causa cáncer bucal, de pulmón y vejiga, además de que es un medio de transmisión de infecciones en tiempos pandémicos; la visión cotidiana de robos, golpizas y ajustes de cuentas a plena luz del día ante la mirada indiferente de los paisanos que temen enfrentarse a las pandillas juveniles; la habitual presencia de montones de jóvenes recostados por horas en las paredes de los edificios o sentados en las aceras, como zombis de la desesperanza forzada, y la exhibición de autos que cuestan fortunas por los aventajados del mundo del crimen organizado a los que nadie reclama cuentas: hoy ellos son referentes para los rezagados en conocimientos y fortuna.

 

Los barrios más pobres de nuestra creciente periferia son paridores consumados de delincuentes. Es cada vez más evidente en ellos un proceso de retroalimentación entre delincuencia juvenil, la llamada “cultura urbana” (retroceso moral y cognitivo de grandes dimensiones)-y autoridad. Quizás, como contrapeso, hacen falta en estos lugares centros educativos alternativos; autoridades ejemplares y comunicativas; severos controles sobre el comportamiento juvenil anárquico; inclusión y participación de la comunidad en las escuelas; contactos y consultas frecuentes con las familias; efectiva persecución del crimen organizado que atrapa fácilmente a los que carecen de fuentes de ingresos lícitas; generación de alternativas laborales efectivas y orientación y asistencia sicológica gratuita.

 

¿Qué tenemos del lado del castigo, de la condena, de la realidad del sistema penitenciario dominicano? El castigo penal o correctivo parece producir delincuentes de mayor calibre y peligrosidad. Ciertamente, en esta sociedad las cárceles son espacios de perfeccionamiento y sofisticación del crimen.

 

En las cárceles o muchas veces pocilgas dominan los tratos crueles, inhumanos y degradantes. El 70% de los presos vive en condiciones de hacinamiento y de salubridad alarmantes. Se cuentan más de 6 mil reclusos que padecen enfermedades graves y los jueces ni se enteran. Los presos preventivos, que componen 59% del total en los 41 recintos penitenciarios, que llegan a los recintos carcelarios muchas veces sin antecedentes penales conocidos, terminan transformándose en potenciales delincuentes o en peligrosos resentidos sociales. A todo ello debemos sumar el hecho de que las cárceles dominicanas son espacios de negocios muy lucrativos para las propias autoridades, y los hay de todos los tipos.

De este modo, tenemos los barrios marginados como fuentes generadoras de delincuentes, lo cual es el resultado en primera instancia de la literal ausencia de oferta de oportunidades decorosas y formativas; por otro, las cárceles que fortalecen las conductas delictivas e incrementan la desesperanza y la falta de perspectivas de progreso dentro del marco de la legalidad. A ellas se va por doctorados en ejecución de actos delictivos, no por licenciaturas ni posgrado. En el medio tenemos lo peor: autoridades en gran medida coautoras del crimen, corrompidas, recolectoras, indiferentes y moralmente vulnerables.