Entre finales de los sesenta y principios de los setenta, por diferentes razones, continuación de los estudios en la capital, trabajo, partida al extranjero, los jóvenes de mi generación quitamos el pueblo.

Ha transcurrido ya más de medio siglo. De vez en cuando, vuelvo al pueblo o, mejor dicho, visito el lugar donde estaba el pueblo donde viví mi infancia y temprana juventud.

Cada vez que voy, la desorientación espacial y el choque cultural es mayor. El nuevo Baní es un enorme embrollo de cemento que, hacia el este, se extiende hasta Paya; hacia el oeste, hasta Cañafistol; hacia el sur, hasta la misma playa Los Almendros; y hacia norte, prácticamente hasta La Montería y Villa Güera, y amenaza con treparse hasta El Recodo y El Manaclar, donde me dicen que ya varios banilejos tienen sus casas veraniegas.

En ese embrollo me cuesta ubicar donde estaba antes cada cosa. Incluso, en el mismo barrio de Los Pescadores, que ahora es parte del centro del pueblo, se me hace difícil ubicar dónde estaba la casa de los padres de Vivito y Julio Marota, España, Nicanor (el hijo de María la Chiva), El Cojo, otros tantos carajitos con los que me pasé la temprana infancia jugando el topao y marotiando mangos en los conucos de los alrededores. Donde estaba mi casa materna, ahora hay un monstruo de cemento de cuatro pisos que hizo construir uno de mis sobrinos.

Desaparecieron casi todas las casonas de tablas techadas de zinc, y de sus bohíos de tabla de palma techados de cana ya solo queda uno, porque sus herederos se empecinan en dejarlo ahí para que la gente sepa que una vez existieron.

Las pocas casas de valor histórico fueron demolidas para dar paso a la construcción de edificaciones carentes de estética. ¡Viva el “progreso”!

Nuevos negocios, cadenas de supermercados, bancos, empresas de comunicaciones, tiendas de muebles y electrodomésticos, restaurantes, han irrumpido para transformar el pueblo bucólico en una ciudad trepidante y ruidosa.

Las calles rectas y limpias, siempre desérticas, donde la genta caminaba plácidamente o rodaba en bicicleta, son hoy estrechos desfiladeros por donde circulan, en forma caótica, cientos de yipetas y motos conducidas por gente que no tienen la más mínima compasión del peatón. Olvidan que ellos también lo son desde que descienden del ruidoso aparato que conducen.

El apacible pueblo de ayer es hoy un pandemonio, donde la contaminación sonora atropella la salud de los vivos y la tranquilidad de los muertos.

Allí ahora todo se me complica. Cuando tengo que caminar ochenta o cien metros por uno de esos desfiladeros de gente, carros y motos, porque después de dar tres o cuatro vueltas a la cuadra del lugar para donde voy tengo finalmente que aparcar en el primer lugar que encuentre, y por supuesto, “pagar” cien pesos a un parqueador por el derecho a aparcar ahí (no entiendo por qué no al ayuntamiento), me siento como un bicho raro entre gente que no sé de dónde vienen ni para donde van. Sus caras, gestos y, sobre todo, conductas, no puedo asociarlas a nadie conocido.

Confundido, me pregunto ¿a dónde están las familias originarias de Baní, los Báez, Paulino, Guerrero, Medina, Villar, Ortiz, Soto, Gómez, Marcano, Romero, Castillo, Peña, Tejeda, Lara, Díaz, Melo, Carmona, Peguero, González, Aguasvivas, Troncoso, Arias, Mejía, Pimentel, de que hablaba Joaquín S, Inchaustegui Andújar, en su libro Reseñas históricas de Baní?

Y es que la fisonomía de la gente ha cambiado considerablemente, ahora el pueblo es mayoritariamente negro y mulato, como el resto del país. Es de las pocas cosas que han cambiado que me alegran, porque es posible que haya contribuido a debilitar prejuicios que eran como una espina clavada en el corazón de la armoniosa comunidad de antaño.

Pero lamento que este crecimiento y cambio en la configuración racial haya venido acompañado de una marcada diferenciación social y que la modestia, buenas maneras y decencia de la gente de ayer hayan sido remplazas por exhibicionismo, los toscos modales y desplazadas conductas.

Creo entender el por qué. Este crecimiento económico ha envuelto al país en una dinámica en la que se consume cada vez más de todo, excepto los bienes de la cultura.

El Estado, que en todas partes juega un papel de primer orden en la oferta de los bienes de la cultura, sigue siendo débil, pese a ser muy grande. Sus instituciones (casi todos con personal supernumerario) se duplican, funcionan mal y derrochan enormes recursos.

Y esto, en un Estado que para el grueso de la economía del país recauda muy poco, es catastrófico. Prácticamente no queda nada para la inversión social.

La inversión en educación y salud sigue siendo muy baja, y en ordenamiento territorial y vial, cultura y otras áreas indispensables para el desarrollo humano, sencillamente ridícula.

En ese contexto, de sostenido crecimiento económico durante varias décadas y muy baja inversión social (el déficit acumulado en esta área es enorme), han aparecido dos especímenes: nuevos ricos que, a diferencia de los dos presuntos ricos de mi época mencionados en mi artículo anterior, no esconden que lo son. Todo lo contrario, exhiben lo que tienen. Se construyen grandes palacetes, ruedan en potentes y lujosas yipetas. Pero el lujo que exhiben contrasta con sus pésimos modales y escasísima educación.

En el otro extremo, unos pobres que también viven para exhibir lo poco que tienen, la gorra y los tenis de marca, el jean desteñido debajo del trasero, la moto que conducen como verdaderos talibanes al timón. Son tan groseros y mal educados como los primeros. Pero cuidado con llamarle la atención a uno de esos sujetos, son “padres de familia” que andan buscándose lo suyo.

Sé que en medio de esos dos especímenes hay gente diferente, que sufre; dentro de ellos, unos cuantos dinosauros que todavía quedan en el pueblo, pertenecientes a la “generación ilusionada” a la que presumo pertenecer; gente que todavía conserva el adiós adiós, abur abur, con permiso, perdone usted…

¡Pobrecitos! Creo, que al igual que a mi cuando me aventuro a atravesar uno de los desfiladeros del pueblo, de vez en cuando se acerca a ellos un moreno, con gorra Nike víscera para atrás, un aretico en la oreja izquierda, celular en mano y jean bien debajo del trasero, que le sopla al oído: “Viejo, usted está pasao, aquí ya hace tiempo que llegó el progreso. Welcome to the the new Bani”.