El repicar de las campanas de la iglesia Nuestra Señora de Regla, hoy catedral, es uno de mis más viejos recuerdos de infancia. Los tres toques, también llamados señales, que convocan para la misa, el repicar vigoroso de las bodas, que refleja la alegría por la unión de una nueva pareja, los alegres toques para celebrar las fiestas mayores y el toque lento, pausado, para iniciar los funerales. De todos, este último era el que más me llamaba la atención.
Desde la muy temprana infancia tuve una gran curiosidad por la muerte, siempre incomprensible, misteriosa.
A la primera persona que vi morir fue a mi abuela materna. Tenía apenas unos tres añitos, quizás algunos meses más. Pero conservo en mi memoria borrosas imágenes de un ataúd en medio del salón, velas encendidas, gente en la casa.
La muerte continúo rondando a la familia, tres años más tarde, murió mi abuelo, y poco tiempo después, nuestro gato Ñiño. Fue entonces que lo incomprensible se convirtió en miedo, angustia. Llegó el terror a mi corta existencia: comencé a sospechar que podía morir.
Buscando protección, me refugié en mamá. Durante algún tiempo, solo junto a ella me sentía seguro. Literalmente, me convertí en su sombra, no le perdía ni pies ni pisá. La acompañaba a todas partes, al baño, al patio, a la pulpería, a la iglesia.
Pero siempre fue un miedo envuelto en misterio, curiosidad, interés por comprender por qué muere la gente y los gatos.
Para mi dicha o desdicha, mamá hizo construir la casa familiar en el único lugar que el ayuntamiento municipal estaba dispuesto a ofrecer a una pobre mujer madre soltera: un solar, a título de usufruto, en los confines del pueblo, frente a un terreno poblado de guasábaras y otras malezas, con el cementerio en el fondo.
El contacto con los muertos (los vecinos más tranquilos que se puede tener, con frecuencia escuchaba decir a mi madre, creo que más por conformarse a ella misma que a nosotros) era permanente. Rara era la semana que no viera pasar el carruaje tirado por dos caballos en el que se llevaba a los muertos al cementerio por aquellos años. Una especie de catafalco tapizado de terciopelo y adornado con magnificencia, que poco a poco fue transformando mi miedo en aspiración. Me lo encontraba tan bello, que llegué a sentir ganas de ser un día transportado en él.
Ese interés por la muerte y los muertos me llevó a hacerme amigo de Fermín, el zacateca, y con ello ganarme o, más bien tomarme, el derecho a estar cerca de él cada vez que cavaba un hoyo para sepultar a un muerto.
Fermín fue mi primer amigo adulto, al menos, así lo consideraba yo. Para él, de seguro que yo no era más que un intruso moscoso que metía las narices donde no debía. Me toleraba porque de algo le servía: me mandaba a buscarle agua en un jarro cuando tenía sed o necesidad de echarse agua en la cara para refrescarse. Eso me llenaba de orgullo, era el ayudante de Fermín, el que enterraba a los muertos.
Fue pues en ese barrio, de eterno descanso para unos y de duro faenar para otros, situado en el lugar más próximo al lugar de trabajo de su gente: el mar, que se desarrolló mi infancia, el barrio de Los Pescadores, en la extremidad sur del pueblo.
El paisaje era agreste, montuno. Las calles no merecían ese nombre, eran caminos pedregosos, por donde transitaba gente a pie o en burro, generalmente rumbo a los conucos. Raras veces, pasaba uno que otro afortunado en bicicleta, haciendo zigzag para esquivar los pedrejones.
La cuneta frente a la casa era una enorme cañada por donde desembocaban todas las aguas del pueblo durante los torrenciales aguaceros de la época. Una bendición para mí. Allí daba riendas sueltas a mi imaginación de intrépido navegante, echando al agua barquitos de papel.
Mi universo era pequeño, hasta los diez años nunca me atreví a ir solo más allá de la escuela Canadá, separada de mi casa por una extensa sábana donde la gente llevaba a pastar cabras y burros, y de la iglesia Nuestra Señora de Regla, unas cinco o seis cuadras más arriba.
Sabía que el pueblo era más grande, que al oeste llegaba casi a Cerro Gordo (que siempre imaginé como un enorme elefante que se hacía el dormido esperando que el sol se acostara detrás de él); que al este se aproximaba al Cucurucho de Peravia (la montaña más alta del mundo, no me imaginaba que podía haber otra más alta); que hacía el norte, el fin del pueblo debía estar muy lejos, porque escuchaba casi como un lamento las sarandungas que de allá venían en las cálidas noches de junio; y que al sur, más allá de mi barrio, solo había conucos que llegaban hasta la playa. No podían ir más lejos, sabía que los banilejos en la tierra siembran hasta hilo, pero, que conociera, a ninguno de ellos se le había ocurrido sembrar algo en el mar.
Pero de esos remotos lugares había visto poca cosa, el resto me lo imaginaba. Mi salida más distante de casa fue siempre la iglesia, acompañado de algún amiguito. Fue justamente a la salida del rosario, que una tarde el padre Lorenzo Hart, el mismo cura que me bautizó, me llamó para preguntarme si quería ser monaguillo. La alegría que se reflejó en mi rostro le dijo que estaba deseando que alguien me lo propusiera.
—Ven a ver al padre Patricio, el sábado en la mañana —me dijo, pasándome ligeramente la mano por la cabeza.
Esto dio un giro a mi infancia, el parque Marcos A. Cabral como nuevo espació de juego a la salida de misa, nuevos amigos. En fin, la ampliación de mi entorno espacial y social.
Fue ya bien entrado en la adolescencia que comencé a aventurarme a subir hasta la prohibida esquina del Meneo para ir al cine Vanahi, une especie de chiquero de becerros, con una rústica gradería en el fondo, donde solo varones dispuestos a entrar y salir como potros del corral, se aventuraban a ir a ver los westerns.
Años más tarde, ya recién entrado en la adultez, como muchos otros jóvenes de mi generación, entré por primera vez en lo que era tierra prohibida por aquel entonces: el bar de Chichí Germán con su docena de putas, en los confines del Pueblo Arriba.
Pero en esa “zona roja”, no era tanto el bar de Chichí German y sus chicas lo que me interesaba, sino La Yuquita, lugar que nunca encontré la palabra exacta para nombrarlo, pero sí entender que era el negocio más más redondo del país, y cuidado si no del mundo, porque allí un hombre podía resolver todos sus problemas existenciales. Se servía, por el módico precio de veinticinco centavos, el mejor cocido de pata de vaca del mundo. Y como la Yuquita, además de ser una excelente cocinera, también tenía “poderes”, había, contiguo al comedor, un altar repleto de santos y velas encendidas. Y, en la parte atrás, una cuartería donde las tres o cuatro putas del barrio ofrecían sus servicios. Era pues un templo consagrado a la satisfacción del estómago, el espíritu y el deseo carnal. He viajada por medio mundo y en ninguna parte he encontrado un negocio tan completo.
Pero esa “zona roja”, donde muy raras veces los jóvenes de la época nos aventurábamos a poner un pie, en realidad no era más que tres o cuatro bares, uno que otro villar, una Esquina del Meneo repleta de billeteros, un rústico cine y el templo de la Yuquita consagrado a la solución de todos los problemas existenciales, enclavados en un barrio de gente buena, humilde, que diluía su vida entre el trabajo duro, la iglesia de la Santa Cruz y las tertulias entre vecinos.
Al igual que el Pueblo Arriba con su minúsculo perímetro de “zona roja”, en los diferentes barrios del pueblo, Villa Majega, Pueblo Abajo o barrio de Los Morenos, Los Tiburones, Mejoramiento Social, Los Pescadores, 30 de Mayo (todos poblados por gente buena y trabajadora), la juventud se entretenía contando jocosidades en cualquier esquina, haciéndole el coro a algún improvisado en la guitarra, planificando una ida a la Piedra del Chivo o a la playa.
El pueblo era un remanso de paz, tranquilidad, camaradería y buena convivencia entre personas pobres que no sabían que lo eran, ni les interesaba averiguarlo. La modestísima condición de vida se asumía como el estado natural de las cosas. Por eso eran gentes felices.
Todos, pobres y menos pobres, convergíamos en los mismos lugares, la escuela, el parque central, la biblioteca pública, el play de béisbol, la cancha de la escuela vieja, los baños en la Piedra del Chivo o la playa Los Almendros, los campings en El Recodo o en la desembocadura del Río Nizao, el cine Vaganiona, donde íbamos los domingos con más interés de cruzarnos una mirada furtiva con una niña del pueblo que de ver la película, en los dos otres bares del pueblo. En fin, en todas partes.
Había ciertamente ciertas diferencias sociales, pero no muy marcadas. Unas cuantas familias que podían considerarse de clase media, que generalmente eran miembros del Casino Peravia, tenían a sus hijas en el Colegio de las monjas, vivían no lejos del parque central y de la iglesia, pero casi siempre en una casona de tabla techada de zinc, no muy diferente de las que habitaban las demás familias del pueblo, y sus hijos, al término de la escuela elemental, terminaban en el liceo público juntos con los demás muchachos del pueblo e igualmente revueltos con ellos en El Bosque o el Bar Hollywood, donde las fiestas siempre se daban mejores que en el Casino.
Oí siempre decir que había en el pueblo un par de ricos, tal vez lo eran, pero nunca los vi viviendo como como tales. Ambos eran personas de estilo de vida modesto, no sé si por humildad, por la tacañería con que generalmente se asocia a los banilejos o simplemente por temor a volver a ser pobres.
En aquel ambiente bucólico, de actividades que se repetían sin cesar, dando a veces la impresión de que el tiempo se había echado a dormir como el Cerro Gordo, había siempre una ocasión para charlar y reír de nuestras propias travesuras y de las ajenas y, sobre todo, de las ocurrencias de nuestros venerados locos.
¡Ay, qué habría sido del pueblo sin sus locos! Desde tiempos inmemoriales un pueblo no es un pueblo si no tiene al menos un loco. Baní cumplió siempre este requisito: tenía una buena pila. Ellos resumían el alma del pueblo, Elbido, con su carpeta repleta de papeles donde tenía anotado todos los detalles de las conversaciones que semanalmente sostenía con el presidente Balaguer; Sestero Sestaforo, circunspecto tribuno que pronunciaba sus enérgicos e incomprensibles discursos en la glorieta del parque o frente a la iglesia; Idalia anunciando su próximo viaje a la luna con sus nalgas al aire; El Capi, con su estropeada camisa de caqui repleta de alfileres, pedacitos de cintas y medallitas de santos, que para era él eran importantísimas condecoraciones que el jefe le había otorgado por haber resulto complicados enredos; Juan Suavecito, proclamando a los cuatro vientos la modestísima petición que a diario le hacía al Creador: un barco repleto de morocotas de oro, la potencia del gallo y morirse cuando el quisiera. “Ah, y no me vaya usted a pensar que soy un gandio”, advertía. Había muchos otros no menos notables que escapan a mi decadente memoria.
Estos personajes eran el epicentro del pueblo, tan necesarios como el cura o el síndico, porque encarnaban la llama que alimentaba su imaginario, incluso desde mucho antes de que el mariscal de campo español Manuel Azlor y Urriés, junto a algunos de sus vecinos, decidiera comprar por 370 pesos fuertes los predios de Cerro Gordo para fundarlo.
Crecí amando y respetando a esos venerables personajes. Me enojaba cada vez que alguien se burlaba de uno de ellos, sobre todo si era forastero, porque lo asumía como una burla al mismo pueblo.
Con sus cuerdos (tal vez por falta de diagnóstico) y sus locos (que no lo necesitaban), el Baní de ayer era un pueblo estupendo, donde los afectos, la preocupación y compasión por el otro, la camaradería y el buen vivir primaban sobre cualquier otra consideración.