Margarita Cordero.

“Nosotras las de entonces” (2016) de Margarita Cordero desafía la imagen convencional que supone con luces naranjas del crepúsculo la madurez. La veterana ensayista de investigación periodística vuelve sobre momentos íntimos ocurridos durante el estallido revolucionario de abril de 1965 a un grupo de mujeres.

Lo hace desde la galería de una prosa lírica de brillo cegador, tan potente como el que alcanzó al argelino Meursault en la novela corta de Albert Camus “El extranjero” (1942):

“Las horas que siguieron son una tupida maraña. Solo sé que la muerte anulaba la distancia. Era real, por primera vez estaba a nuestro lado sin que pudiéramos hacer de ella un poema. Desde el cielo y el mar comenzó a llover fuego contra la zona constitucionalista. Había comenzado la guerra verdadera, ajena al discurso, impertérrita frente a los matices y la retórica. Tabla rasa de pretensiones, de la autoridad.”

La línea temporal matriz de la nouvelle de Cordero es un evento bélico parteaguas en la vida de sus protagonistas y de la historia constitucional dominicana. Se narra a través del testimonio coral de tres mujeres que transitan con cálida y lenta fatiga el sopor del mediodía tropical de nuestra democracia.

Sus memorias son como rayos de sol que acaloran sentimientos olvidados, perdidos e incluso en algunos casos, ocultados por la historia formal.

“Pero lo que hablo es de mi vida, y de la vida de todas las que eran igual que yo antes de la guerra y fueron también iguales que yo cuando terminó y tuvimos que dejarles el espacio a ustedes y volver a nuestros barrios llenas de miedo, sin saber qué iba a pasar con nosotras, a comernos otra vez nuestra miseria, a oír a cada rato Fulanita está presa…”

Sus personajes, unas mujeres sin nombre que murmullan cavilaciones, arrancan ideas que habitan en sus pieles todavía tostadas por el calor de aquellos eventos, aunque con diferente bronceado marcado sobre el alma de cada una:

“Era abril de 1965, la flor de lis de una generación de alquimistas de la patria futura, de un porvenir donde el metal corriente de la injusticia sería convertido en oro de la equidad igualitarista por la piedra filosofal de nuestras ideas.”

Las epístolas se cursan en tiempos de la República Dominicana del siglo XXI, un país casi foráneo a la exposición ultravioleta de la solana abrileña y si observa, más afín, según la mirada de ellas, al pasado, a la tiranía voyerista que les nubló la infancia:

“Pese a los años que cargo, sigo sin acostumbrarme a las hogueras inquisitoriales que se encienden cada día en el país para quemarte viva o para ahogarte en su nauseabundo humo. A la rapacidad de una vida social en la que todo parece andar patas arribas, encendiéndonos, convirtiéndonos en seres bipolares incapaces de orquestar un proyecto personal o colectivo que nos conduzca a alguna parte”.

En ellas, el año en que la ciudad de Santo Domingo no tuvo ni junio, ni julio, ni agosto, ni septiembre, ni octubre, ni noviembre, ni diciembre, sino un solárium propio del cuarto mes del calendario prolongado tiene un significado adicional.

Abril hizo conjunción con otra revolución, cuando un medicamento logró patente y permiso de comercialización en ese lustro: La píldora anticonceptiva.

Octavio Paz en “El laberinto de la soledad” (1950) ensaya una acabada tesis acerca del hombre, un ser cerrado y completo, por oposición a la mujer, un ser abierto y roto, conforme el estándar de la sociedad machista mexicana no lejana en ese rasgo, a la caribeña hasta que llegaron ellas, las de entonces.

Cordero actualiza localmente, la tesis paciana del machismo. Sus líneas forman un revelado fotográfico del feminismo dominicano apurado por los eventos bélicos y luego añejado por la sabiduría que solo llegó a ellas con los años:

“Había sido de las pocas que en el partido se atrevieron a plantar cara a quienes utilizaban el placer como evidencia incriminatoria. En cada centímetro de mi piel había una presencia que forcé a respetar territorio ajeno. Hubo quienes dijeron que formaban una multitud. Sonreí desdeñosa, no podían entender; que se fueran al carajo. Yo me pertenecía, y eso bastaba … cada uno inscribió un código en mi cuerpo, y me ocurre todavía deleitarme en su desciframiento. No los añoré cuando decidieron marcharse. Más allá vive gente, me dije imperturbable.”

Abril fue una revolución dentro de otra. Sirvió de acelerador parecido al que impulsó a la mujer cosmopolita y citadina europea y la estadounidense de la posguerra, la mal llamada femme fatale de la década del cuarenta del pasado siglo, que no es más que una mujer liberada contaba a través de la misoginia en las grandes plumas de la novela negra clásica.

Su intercambio epistolar guarda el registro de un fuego por la justicia y la igualdad que otros olvidaron, si acaso lo sintieron alguna vez, que en ellas presenta quemaduras de tercer grado sobre sus destinos.

El relato de la llegada del portaviones enviado por Lyndon B. Johnson a las aguas del mar Caribe forma un paralelo sensual contra los atavismos victorianos:

“Por un instante me sedujo la fortaleza que podía adivinarle a esa mole incontenible que acometía las aguas. Lo confieso: deseé estar en su proa para ver la espuma que formaba su quilla al avanzar y oír el rumor del agua cuando se abría al embate de este amante inesperado.”

Las siguientes generaciones de dominicanas no debemos ni a Vickiana, ni Madonna, ni Tokisha, sino a mujeres de entonces nuestra libertad, porque junto al empoderamiento de su cuerpo, ellas se empoderaron de su mente y no descansaron en compartir sus aprendizajes con las demás por décadas:

“Los jóvenes de la incipiente clase media asaltaron las librerías como horadas hambrientas en busca de novedades y pasaron presurosos sus ojos por los libros más dispares … importados por libreros que conscientes de que todo sería primicia en este desierto cultural que, de pronto, asiste al insólito espectáculo de posar la mirada más o menos donde le viniera la gana.”

El abril feminista no declaró cese al fuego, se ha mantenido por décadas disparando municiones de paz incluida la comentada novela.

Cada minuto del estallido de 1965, la invasión y el cese al fuego, tres actos claramente aristotélicos, están escritos con acción lenta, casi detenida, como los cuadros fílmicos de Lars Von Triers en Melancholia (2011).

No hay afán en la poeta Cordero, en este su debut literario de sofisticado barroco caribeño, que no sea imponer la densa descarga de los rayos de luz de su escritura rica en imágenes, más allá de una función ornamental.

Sus movimientos articulan significados humanísticos, difíciles de registrar en la historia formal. Sus juegos de palabra diseñan terrazas de pensamiento. En ellas se encuentra la ontología de la mujer dominicana en búsqueda de su desarrollo.

Como un Fresnel, foco de luz de cine, hay un placer estético en la revisión literaria del hecho histórico y el emocional. La escritora domina un ángulo disruptivo de relaciones de poder familiar, social y político de nuestra sociedad de ayer y de hoy. Las mujeres de ese entonces son voces de teatral sintaxis, describiendo una densidad de impresiones comunes y contrapuestas.

Como en “Cartucho, relatos de la lucha en el Norte de México” (1931) de Nelly Campobello, Cordero nos ofrece la impresión infantil acerca de la opresión. Una pesadez proveniente de los años de represión, cuando una niña camino a la escuela encontró en su paso un cadáver y su lengua destripada durante la tiranía y otra chiquilla conseguía defender su inocencia contemplando a un faquir traga-cuchillos como una luz a su inocencia, libre de derramamientos de la sangre.

Campobello escribe: “Narrar el fin de sus gentes era todo lo que le quedaba” y mantiene una mirada de admiración por los hombres combatientes, y en particular por Pancho Villa. Cordero, por el contrario, sumerge sus reflectores sobre los miedos de esas niñas.

La obra me parece emparentada con “Recuerdos del porvenir” (1963) de Elena Garro sobre la Guerra Cristera (1926-1929). Ambas tienen heroínas desconocidas por los archivos generales nacionales en la trama principal y los machos de la guerra en la trama secundaria.

Garro: “Nunca supimos si Julia le dio la bebida al general. Era reservada y se presentó siempre como extranjera, sin dársenos, encerrada en su sonrisa que fue cambiando cuando fue cambiando su suerte.”

Cordero: “En las mesas del Baitoa, mi mundo paralelo, íbamos componiendo nuestra autoimagen con comentarios sobre la última película que nos deslumbrara por sus insinuaciones sexuales…”

Para reforzar la noción de anonimato y olvido, en la novela de la dominicana, ellas aparecen con nombres de pila o sin ellos (Mujer uno, Mujer dos, Mujer tres). Los hombres, por el contrario, aparecen con la gloria y la villanía que le asigna la historia a José Francisco Peña Gómez, Donald Reid Cabral, Francisco Caamaño, Balaguer. Solo uno es evocado poéticamente como Manaclas, con lo cual Cordero preserva a un Manolo Tavares Justo utópico.

La novela corta no trae toldos ni baja cortinas, ni gafas que atenúen aquello que el dominicano del nuevo milenio o el extranjero, si no conoce la historia formal no comprendería. Cabe destacar que la autora ha publicado múltiples ensayos entre ellos “Mujeres de abril” (1985), si el interesado desea comprender el trasfondo de los personajes que inspiran el lirismo de la novela.

Margarita Cordero en “Nosotras las de entonces”, ha descrito a la generación de mujeres dominicanas que más ha contribuido al desarrollo de las que nacimos posteriormente, desde la galería en el mediodía tropical de una delicada poesía filosófica.

Me atrevo a sugerirle a la autora adaptarla a las artes escénicas. La estructura y contenido de la novela tienen atributos que se asemejan a las obras del teatro helénico.