Para qué mentirte. Pones tus ojos en mí y es como abrirte una ventana directa a mi pecho, a las cosas que me hacen temblar. Y tiemblo, como te he dicho antes, más que una hoja de plátano en vendaval. Me salva la lectura, cuentos de camino, el balance entre lo que se dice y se hace y las pequeñas pausas que hacemos para que el lápiz se despegue del papel. He dicho balance, y en estos días es lo que he encontrado en los cuentos de la dominicana Minerva del Risco (Puerto Rico, 1961).

En Te llamé tantas veces, publicado en la selecta colección del Banco Central, esta autora de garra se aberroncha contra el rocaje vivo del recuerdo, trayendo del perfume de la memoria un rompecabezas para construir una época. Con la primera parte del libro, accedemos a la intimidad de una niña inquieta, que cuenta el mundo de una familia grande, diversa, que vive en amorosa libertad. Hay que entender este libro como una plegaria a la magia de los cuerpos que a través de islas, contracorrientes y lecturas, se encuentran en un apoteósico Caribe tibio y perturbador. El cuento príncipe de la colección se titula “Primera plana” y claro está, simbólica y prácticamente representa el momento de quiebre, de cambio, como si el cuento fuese sortilegio y nos permitiera acceder al cambio y la apertura. Metal choca contra el cristal cortado y arranca la magia del amor “debajo de los puentes, sobre la arena blanca de una playa de Oriente, caminando hacia un altar en el barrio rojo de Ámsterdam o en la Zona Rosa de México”. Sigue el libro su ritmo, otro cuento llamado “Primera página” representa otro velo luego de la primera puerta. La escritora se pregunta si es miedo lo que siente al soñar con esas imágenes duras de la niñez. ¿Qué fuerza es la que nos lleva desde el costillar hasta las astillas de la primera memoria? ¿Dónde nace la escritora? ¿Nace antes que el padre, en las orillas de las playas, en el cuadriculado y frío piso de la casa de la abuela, o en la imagen seria y dura de esa niña juguetona y traviesa que no deja piedra sin virar o pregunta sin hacer? Reitero que la primera parte del libro es una suerte de autobiografía novelada de un espacio específico de la niñez, en donde el lector visita una antropología de un pasado dominicano y caribeño sin intenciones sociológicas, sin querer o pretender explicar el presente. No hay grandes preguntas en este recorrido, solo una escritura solida y a la vez llena de nostalgia; es ahí que radica el balance del que hablo cuando hablo de este ejercicio. Es lo que Roland Barthes en el intercambio de relatos ha definido “El nuevo equilibrio”. Todo texto comienza con cierto equilibrio, luego un suceso trastoca ese estado, creando un nuevo balance, una nueva realidad en donde el lector es también cómplice. Los cuentos de Minerva funcionan primeramente por este recurso técnico: más allá de la estructura básica o el mínimo común denominador de la niñez, la fuerza intrínseca y aleatoria de los sucesos en los que la niña es protagonista, nos revelan que estamos en presencia de grandes relatos.  Lo que a veces parecen inocentes travesuras, en los cuentos se convierten en agentes catalíticos que cuestionan la fenomenología de las clases sociales en la historia dominicana, en donde ciertas familias atravesaron el relevo de dictaduras y revoluciones, siendo testigos de como el patrimonio familiar les fue despojado y por tanto, les fue también arrebatada la inocencia. Siempre puntual y nunca a la clara, hay crítica política por todo el texto. Crítica mezclada con poesía. En “Cola de conejo”, texto que mofa el trujillato, la autora dice “A veces sus ojos eran verdes y otras veces grises, como a veces eran los días durante esa época. Uno de esos días […] encontré un retrato enganchado en una pared de la pequeña sala de mi casa. En ese momento no sabía quién era ese señor, pero antes de que yo preguntara mamá me dijo que se llamaba Trujillo, y que si en el cielo mandaba Dios, en nuestro pedazo de tierra él era el Jefe”.

Uno de mis cuentos favoritos es “El eclipse de Lucía”, en donde de manera magistral, una niña describe la relación amorosa de una chica joven con un señor casado. Creo que es una de las historias mejor logradas y el título me seduce. También entre mis favoritas está la historia que Minerva dedica a la memoria de su padre. Digamos que es un cuento que solo pudo haber escrito ella, y hurgar, digo yo, en el dolor y el trauma que le causó la muerte de su padre, que a un tiempo es quizás uno de los momentos creativos y poéticos más altos que tiene nuestra literatura, digo men, ese riesgo, el riesgo de meterse ahí, le fue remunerado con un pedazo de cuento que debe ser leído en nuestras escuelas públicas. Ciertamente me emocioné bastante con “A la cieguita”, que era la manera de Del Risco Bermúdez de pasar por la vida: viviendo el aroma del instante, durando frente a un estilo de vida, a una manera de ver y hacer el arte. Bien ahí.

Como todo buen libro, este tiene mucho, mucho más. La segunda parte, luego del parte aguas del cuento que recién comentamos, persigue a la escritora ya adulta y alejada del mundo idílico de la niñez, combatiendo un cáncer en el Nueva York de la COVID. Si me baso en “La teoría del paralelismo oculto”, desarrollada y practicada por el boricua Carlos Vázquez Cruz desde la metafísica del gran Vladimir Propp, puedo decir que los cuentos de esta segunda parte del libro siguen el patrón de la niña que indagaba e inventariaba su alrededor. Ahora, la mujer del cáncer cuenta consciente de que el mundo de hecho puede acabarse. Lo mismo quizás sintió el niño Stanton, preguntémosle a Lorca una noche de estas, en donde te llamo, te llamo, te llamo tantas y tantas veces.