“El mejor regalo que Dios ha dado en su abundancia fue la autonomía de la voluntad”-Dante Alighieri.
Hace ya algún tiempo (2017) escribíamos en esta columna sobre la tutela administrativa y la rebelión de los tutelados. La materia esencial referida al tema de la descentralización, tutela administrativa y autonomías de los órganos descentralizados está debidamente explicada en esas entregas, desde el punto de vista y los limitados conocimientos de quien escribe, que no es jurista ni mucho menos experto en asuntos del derecho. Ese año escribimos una especie de ensayo corto para el Ministerio de Energía y Minas titulado Planificación Estratégica y Tutela Administrativa que nunca llegó a ver la luz, quizás por las implicaciones políticas “indeseables” que el tema entrañaba.
Hoy se me ocurre-especialmente luego de oír al director ejecutivo del Inabie hacer algunos correctos planteamientos sobre el tema- que sería de alguna manera útil para muchos adaptar el mencionado trabajo a la realidad de la tutela administrativa que ejerce el Ministerio de Educación sobre el instituto de Bienestar Estudiantil y demás organismos que orbitan alrededor de su misión de ley.
Sea posible o no, hagamos algunas puntualizaciones. En el mundo de nuestra Administración el concepto de rectoría todavía tiene visos de verticalidad e incondicionalidad trujillista: yo soy el ministro y las decisiones finales corresponden a mi autoridad que, como saben queridos directores, ha sido delegada por el presidente para gerenciar este órgano de gobierno del Estado llamado Ministerio tal. Partiendo de esta convicción errónea, en las situaciones en que el órgano rector ejerce efectivamente el control presupuestario de la institución tutelada-como es el caso del Ministerio de Educación respecto a sus tutelados-, el flujo de recursos muchas veces está en función de las prioridades del órgano rector o de las ocurrencias del ministro, no de la importancia política y estratégica del organismo autónomo y descentralizado que se trate.
Es por ello por lo que debemos entender correctamente y con la mayor profundidad lo que tenemos entre manos. La “rectoría”, sustantivo femenino, es el oficio que desempeña el rector, “que está a cargo del gobierno y mando” y que, en el caso del rectorado ministerial, es el ministro. Este gobierno, mando o conducción se ejerce en varios planos de la función administrativa del Estado, a saber: formulación o diseño, aprobación, ejecución, fiscalización, orientaciones cardinales de planificación, evaluación, coordinación y control. Consecuentemente, en el caso de los ministerios, el poder rector se ejerce para regular, diseñar, aprobar, ejecutar, fiscalizar, evaluar y controlar políticas o suministrar servicios públicos.
De lo expuesto se deriva lógicamente que el rol rector de un ministerio se cristaliza operativamente a través de la formulación, planificación, dirección, coordinación, ejecución, control y evaluación de políticas públicas (y decisiones de política) relativas a los ámbitos de actuación consignados en la ley, en función de las directrices y el direccionamiento estratégico general del Gobierno Central alineado con los objetivos y metas país (END).
Lo expuesto va a favor de la rectoría bien entendida, que no de la “jefatura”.
Por su parte, a los órganos autónomos y descentralizados atañen las decisiones operativas en torno a su misión de ley, siempre ajustadas arriba a las políticas ministeriales, así como el encauzamiento razonable, pero autónomo, de los recursos asignados a los objetivos convenidos como de alta prioridad política y, en el caso del Inabie, de indiscutible relevancia social y económica.
Utilizar la prerrogativa del control presupuestario para quebrar voluntades o imponer decisiones no es aconsejable cuando se trata de un organismo del Estado como el Inabie, cuyas responsabilidades son de hecho trascendentes y que, además, en la actualidad, es conducido correctamente, mostrando un desempeño comprobable que puede considerarse ejemplar en la Administración.
La autonomía y descentralización administrativa, asumidas con decoro y absoluto desprendimiento, y considerando siempre el horizonte de las políticas del órgano rector, son, como decía el gran Alighieri, un “regalo de Dios” para cualquier gobierno.