Mi hijo me lo dijo hace meses y no he dejado de pensar en ello. Salíamos del supermercado con las bolsas de compras en las manos y él se quedó mirando lo que hacía la gente con el carrito de la compra: unos lo dejaban en el estacionamiento vacío más cercano, otros los colocaban donde les parecía que no molestaban y otros los llevaban al lugar destinado para los carritos vacíos. Entonces dijo algo así como que “la verdadera prueba de los valores es hacer lo correcto cuando nadie te mira, cuando no parece importante que lo hagas o aunque no te castiguen por no hacerlo”. Llevar el carrito de las compras a su sitio le parecía a mi hijo una de esas actuaciones que revelan quién eres.

La frase se me quedó en el alma y empecé a fijarme en otros pequeños gestos de la gente a mi alrededor, de esos que no se premian, cuya falta no se castiga o que son invisibles, pero dicen de quienes los hacen mucho más que cualquier descripción que se cuelgue en un perfil de redes sociales: recoger la basura que otro deja tirada y llevarla al lugar correspondiente, envolver los vidrios rotos de una determinada manera para que aquellos que manipulan los desechos no se lastimen, apoyar los esfuerzos de una mujer pobre para que el destacamento de policía de su barrio la escuche o conceder a un empleado más de los tres días de duelo que otorga el Código Laboral por la muerte de un progenitor.

Muchas veces los gestos a los que nos referimos requieren que rechacemos las prisas o que destinemos un poco de nuestro ocupado tiempo para hacer mejor la vida de otros.  Así ocurre cuando visitamos a un adulto mayor y lo ayudamos con los desafíos de la tecnología, o cuando desenredamos el cabello de las niñas en situación de vulnerabilidad que viven en un hogar escuela. Otras veces requieren que destinemos recursos para, por ejemplo, ocuparnos del café del vigilante del edificio donde vivimos o apoyar los estudios de una persona de bajos ingresos.

Repetidos con frecuencia, los pequeños gestos nos permiten adquirir los hábitos que formarán nuestro carácter a lo largo de nuestra vida. Además de tiempo y recursos, muchas veces demandan planificación, estrategia y colaboración. En estos casos, le llamamos “voluntariado”.

En una conversación entre Hamlet y su madre, la reina Gertrudis, William Shakespeare introduce la idea de que no es preciso tener una virtud para comportarse como si uno la tuviera. Hamlet reclama a su madre la relación que tiene con Claudio y le ruega “si no tienes virtud, aparéntala al menos”. La súplica de Hamlet nos puede servir para recordarnos el poder de la costumbre en nuestros hábitos, en aquello que nos define como personas, como nación.

La República Dominicana necesita de mayores esfuerzos para mejorar el carácter de nuestro país. Un signo confiable de esta necesidad es la manera en que nos conducimos en la calle y en el caótico tráfico de nuestras ciudades. Tendríamos que preguntarnos sobre nuestras actitudes y juzgarnos a nosotros mismos: ¿somos de los que van en auto bloqueando el paso de los peatones, saltándose la luz roja y gritando groserías, aunque estén los vidrios cerrados y nadie pueda oírnos o somos de los que ceden el paso, se estacionan solo en los lugares permitidos y se proponen hacer algo para que mejore el comportamiento ciudadano en las calles?

Parece urgente que todos aquellos que creen en hacer las cosas bien le agreguen a sus hábitos el sentido de fraternidad. Hacerlo y educar a nuestros niños para que lo hagan, aunque nadie nos mire, aunque no nos premien por hacerlo o parezca que a nadie le importa, es imprescindible si queremos un país en el que sea más fácil vivir. Nos toca, entonces, actuar y hacer pequeños esfuerzos para promover la justicia, el bien común, la fraternidad y la amabilidad, no porque nos creamos “de los buenos”, sino porque lo necesitamos.

Desde hace tiempo se sabe que los hábitos son cruciales para desarrollar el gusto por la lectura o para comer de manera más sana. Tales hábitos definen a las personas como lectoras o como saludables. De la misma manera, los hábitos de las personas conforman las costumbres en las ciudades y, de alguna forma, las definen. Por eso, tendríamos que hacer un hábito de pensar en los demás como si los quisiéramos, como si nos importaran sus vidas, anónimas y desconocidas, pero valiosas. Imaginar, por ejemplo, cómo son las vidas de los que manejan los vehículos de transporte público o los “deliverys” podría ayudarnos a ser más amables con ellos o incluso motivarnos a defender mejores condiciones laborales, aunque muchas veces su comportamiento en el tráfico sea inadecuado.

Actuar como si fuéramos compasivos con las personas que nos encontramos en el camino —el triciclero que vende frutas, el peatón que espera transporte bajo la lluvia, o el padre que transporta a sus dos hijos en el motor— y que tienen los mismos sueños y miedos que tenemos nosotros, podrá salvarnos.  Empezar con pequeños gestos de bondad en el tráfico y convertirlos en un hábito ayudará a transformar las ciudades y, con el paso del tiempo, transformaría nuestro país en el lugar fraterno, justo y solidario que deseamos.