Las señoronas se creían santas. Eran asiduas a las misas de los domingos por la mañana. Se creían, además, con derechos a regañar a todo aquel que actuara diferente a sus creencias. Por eso se cebaban con Arcadio el profeta.
Cuando lo veían predicando en las calles le gritaban:
— Ese viejo predicador es un impostor, un falso pastor, es un vagabundo.
Pero nunca se vieron las vigas de sus ojos.
La canción Balada del Vagabundo cuenta que una niña fue al parque a jugar, mientras jugaba observó a un hombre que seguía su juego paso a paso. La pequeña se le acercó, le preguntó: ¿Quién es usted? Un vagabundo, respondió el hombre.
El tiempo de ocio terminó, la niña volvió a la casa intrigada por la respuesta del hombre. No aguantó la curiosidad, al día siguiente la chiquilla interrogó a su padre.
— Papá, ¿qué cosa es un vagabundo? El padre contestó:
— Un vagabundo es un hombre que va siempre / De un lado al otro caminando por el mundo / Sin ambición, sin ansia ni esperanza, / Y no merece amor, ni confianza…
Andrea Lagunés es autor de La Balada del Vagabundo, popularizada por José Guardiola y su hija Rosa Mary.
Pero el caso que nos ocupa es Arcadio el profeta, para hablar de él —acusado de ser vagabundo— acojo lo escrito por Antonio Jerez de la Elisa, dice:
— Un vagabundo es un hombre que anda siempre de un sitio para otro, buscando las tierras bondadosas que le den templanza y cobijo.
Arcadio nunca escondió su pasado lujurioso. Siempre resaltó que él era un ejemplo vivo de las maravillas que puede hacer Dios con los pecadores.
Él repetía sin cesar —Quién era yo, quién era yo, quién era yo.
Acto seguido se respondía:
— Yo era un pecador, un hombre malo, pero Dios me tocó para salvarme del pecado. Soy su ciervo. Y si tú te entregas a él, te dará vida eterna, ¡aleluya!
Contrario a los predicadores de hoy, Arcadio fue un evangelista enchapado a la antigua. Pero no a cualquier antigüedad, él imitaba a los predicadores del cristianismo original. En el cumplimiento su misión nunca obró para amasar fortuna —como acontece con pastores y prelados.
El profeta, en su devenir solo recaudaba para vivir el día a día. Una vida signada por la precariedad. La estrechez era visible hasta en sus indumentarias, usaba las necesarias para la parafernalia propia de la ritualidad del culto arcadiano.
Arcadio vestía camisa mangas largas con dos bolsillos tipo safari, un pantalón al estilo marinero, ambos en dril de blanco impecable. Similar blancura reflejaba en las sandalias y el bolso terciado al hombro con un tirador cruzado sobre el pecho. En la cartera guardaba la biblia. Él parecía resucitado de entre las nieves. Las barbas y el color de su piel le hacían contraste.
No obstante, para Arcadio las barbas eran sinónimo de santidad, cuánto más mutaban al blanco, más se acercaba el santo a su Dios.
El culto arcadiano, igual que los cultos liborista y cristiano, creó su propio discipulado. En su mejor momento alcanzó a tener varios predicadores que se dividían en el territorio de Santiago de los Caballeros. Así andaban de plaza en plaza con su apostolado.
La meta consistía en emular a los doce discípulos de Jesús de Nazaret. La congregación arcadiana —como las cristiana y liborista— carecía de templos rimbombantes. Arcadio asumía literalmente la concepción del nazareno: en Mateo 18:20 dice:
— Donde quiera que haya dos o tres reunidos en mi nombre, ahí estaré yo.
Se dice que todavía le sobrevive uno de sus discípulos en la comunidad de Nibaje, Santiago. Pero Arcadio era nativo del barrio La Joya.
Los transeúntes y los visitantes de los parques rodeaban a Arcadio cuando pregonaba sus sermones. Unos se acercaban para escuchar su predica, otros para burlarse. Pero Arcadio trataba a todos por igual. Era asiduo en los parques Duarte, Fernando Valerio y Colón de la ciudad Corazón.
Hace poco escuché un desconocido hablar de Arcadio, valoraba sus cualidades:
— Vivía dedicado al evangelio, como si fuera un profeta del cristianismo original. Arcadio era igual que El Quijote. Se le tostó el cerebro.
Pero la diferencia entre El Quijote y Arcadio era, por un lado, que al Quijote se le tostó el cerebro porque se fue en vicio leyendo sin comer novelas de caballería. Por el otro lado, al profeta Arcadio, falto de cuchara y muerto de hambre, le dio con leer la biblia noche y día.
Sin importar lo que dijeran las santurronas, Arcadio era un vagabundo entregado a la divinidad. Un vagabundo que buscó siempre —desde su arrepentimiento— la tierra prometida, la que produce leche y miel.