Cuando todavía la sociedad dominicana contaba con alta composición rural se usó un personaje campesino para promover aspiraciones presidenciales.
Era Don Chencho, con su simpática expresión para responder a ¿cómo está usted? De manera muy natural decía: -Aquí, rompiendo tocones y esperando las elecciones.
Ahora parece que no habrá que esperar tanto como Don Chencho. Así, como sin darnos cuenta, y aunque faltan dos años para las elecciones nacionales, estamos de lo más entretenidos, estamos en campaña electoral.
Podrán faltar los afiches, las enormes vallas y los “bandereos”, pero las otras actividades de campaña van tomando cuerpo, ocurriendo con frecuencia creciente y asumiéndose como oportunas y muy normales.
El propio presidente de la Junta Central Electoral ha referido que en todas las legislaciones electorales dominicanas existe un vacío porque, aunque el organismo imponga cualquier tipo de sanción administrativa, no existe el procedimiento para aplicarlas.
El tema guarda relación con los aparentes motivos que suelen caracterizar a las actividades vinculadas al quehacer político, fundamentalmente a la política partidista. Y es entendible por una singular dualidad muy propia de esa disciplina.
Sencillamente, eso que para el común de la gente despierta pasiones y hasta ha llegado a provocar desde simples distanciamientos entre familiares o amigos hasta lamentables desgracias, por no saber dirimir diferencias de simpatías, cuenta con una especie de “parte atrás”.
Ocurre que ese modo de conducir al que llamamos “política” apela a esa característica emocional de los seres humanos, pero su gestión obedece a una lógica puramente racional. De ahí que una de las recomendaciones fundamentales para la actividad política sea “contar con estrategia para ganar y con tácticas para no perder”. Es tan sencillo como que la razón debe ser lo suficientemente capaz de “torear” esas situaciones que las emociones puedan provocar.
En consecuencia, aunque se haya planteado de manera aparentemente generalizada que “este país no aguanta elecciones cada dos años”, lo real es que, quienes viven de eso y para eso hacen hasta lo indecible para contar con “vida y en abundancia”.
Y no es que las campañas y las elecciones sean malas. De hecho, en sociedades organizadas y con mucho mejor nivel de vida que la nuestra suelen realizar elecciones y hasta plebiscitos con una frecuencia verdaderamente inusual, con muy valiosas diferencias en relación con lugares en donde un candidato se escoge con criterios muy similares a los que sirven para apostar a un gallo o preferir un equipo de béisbol.
En aquellas sociedades, desde una infidelidad conyugal hasta una violación de tránsito, y ni decir cuando se trate de algún acto de corrupción, son motivos más que suficientes para renunciar al cargo público, retirarse de puestos dirigenciales y hasta abandonar toda actividad partidaria.
Pero en estos lares parece faltar mucho para que la actividad política se asuma con esos estándares, máxime a juzgar por comportamientos que son “pan nuestro de cada día” en ese ámbito.
En estos lares, esa emotividad que nos caracteriza es muy hábilmente aprovechada para que no haya mayores diferencias entre entretenimiento y escoger a quien nos represente y tome decisiones que, según dice en ciertos papeles, repercutirán en beneficio de las grandes mayorías nacionales.
En sentido general, se ha provocado que la gente pase de homo sapiens a homo videns. No por casualidad se prefiere los afamados “tutoriales en video” a par de cuartillas con algunas ideas. Se ha aprovechado esa comodidad, para no llamarle vagancia, de preferir las imágenes, que se han encargado de destronar al texto. ¿Cuánto falta para desterrar el verbo imaginar?
Para ayudar a quien no haya caído en la cuenta: imaginar es hacer imágenes en la mente. El texto promueve la imaginación; la imagen la desmotiva.
Mientras, con campaña permanente, aunque se trate de algo muy contrario a salvar almas, estamos muy entretenidos. Hasta ahí parece bien. Lo malo es que también estamos cada vez más desviados de acercarnos a entender que existe una lógica muy racional para sacar el mejor provecho a costa de quien, abandonando sus posibilidades de operar racionalmente, solo logra emocionarse y actuar.