El domingo pasado, después de almorzar, falleció mamá. Estábamos a su lado esposo, su hija mayor, su nieta menor, dos mujeres que han trabajado en el cuidado de su casa durante más de cuarenta años y una que se unió al equipo más recientemente y junto a quien se sintió cómoda desde el primer instante.

Fue una partida breve, sin sobresaltos y en paz. Por supuesto, sin el entusiasmo que caracterizó a mamá toda la vida, pero sí con la autenticidad, sencillez, inteligencia y religiosidad que la acompañaron siempre. No me llegó a decir “Mi hija, me estoy muriendo”, como le dijo su padre a ella hace trece años en el mismo trance, pero sentí que ella exhibía la misma aceptación y calma que me contó había tenido el abuelo.

Creo que en la vejez acentuamos lo que nos es propio. Lo que acabo de ver en este funeral es que la muerte también multiplica nuestras características intrínsecas, minimizando las que han sido cultivadas y obtenidas a fuerza de trabajo, dedicación y empeño.

La muerte de mamá me ha demostrado por muchísimas vías lo querida que era. También, y eso lo sabía de antes, que lo que muchos valoraban en ella no eran las pasiones que tuvo a través del tiempo, aunque todas eran positivas y admirables, como la docencia, la literatura, el latín o la espiritualidad, sino lo autenticidad con la que se dedicó a cada una ellas. La de la docencia le duró toda la vida, pero la literatura, con la que contagió a muchas, dejó de ser tan relevante para ella. “Eso es como un novio a quien quise y ya no estoy con él.  Ya no estoy en eso, ya lo mío es Dios”, me dijo varias veces en los últimos veinte años de su vida.

Y no es que antes no hubiera estado en asuntos de iglesia, desde niña estuvo muy volcada en diferentes manifestaciones del catolicismo, empezando por el tradicional en el que se educó y que le permitió conocer latín y sus adorados cantos gregorianos; siguiendo con los cursillos de cristiandad y la acción juvenil católica de los sesenta que, visto desde mis ojos, era el compromiso social desde la fe. En los setenta se incorporó a la renovación carismática y desde finales de los ochenta ocupó un lugar señero como una de las primeras en desarrollar acciones y retiros de oración centrante, que no es más que una actualización de la tradición mística.

En su honor y aprendiendo de su ejemplo, copio una cita bíblica que ilustra por qué pudo ser tan feliz y contribuir al gozo de tantos otros.

“Dependemos unos de otros y tenemos capacidades diferentes según el don que hemos recibido. Si eres profeta, transmite las luces que te son entregadas; si eres diácono, cumple tu misión; si eres maestro, enseña; si eres predicador, sé capaz de animar a los demás; si te corres ponde la asistencia, da con la mano abierta; si eres dirigente, actúa con dedicación; si ayudas a los que sufren, muéstrate sonriente.  Que el amor sea sincero. Aborrezcan el mal y procuren todo lo bueno”. Romanos 12: 5-11