Hace poco, visité las ciudades de Victoria y Vancouver, principales de la provincia Columbia Británica en Canadá. Anduve calle arriba y calle abajo disfrutando de un espectáculo escénico sin igual. El recorrido resultó bastante completo, gracias al conocimiento de mi hijo sobre esos enclaves canadienses que miran al Océano Pacifico. Un magnífico guía turístico.
Concluyendo la visita, comuniqué a mi esposa algo insólito para un dominicano acostumbrado a exigir fuerzas de orden público en cada cuadra: no había visto policías por ningún lado.
Mi hijo intentó explicarme que había carencia de personal a todos los niveles de la administración pública, y, para que no me despidiera pensando que carecían de ellos, me señaló un vehículo oficial con dos policías en el asiento delantero.
Entre los transeúntes destacaban los asiáticos sobre otras múltiples etnias; mostrándonos una conspicua población cosmopolita de tranquila convivencia. Por alguna razón, allí te comienzas a sentir tranquilo y seguro, haciéndote aún más agradable la estadía Tanto así, que caminamos por barrios “problemáticos” como si estuviéramos visitando algún convento.
Cada uno va a lo suyo y en paz. Protestan civilizadamente cuando deben hacerlo y mantienen un rígido respeto a las normas de convivencia. No es que no existan delincuentes, de hecho, en Vancouver, la criminalidad supera a la de Toronto. Pero el orden está garantizado aún sin presencia policial. ¿Cómo lo han logrado? La respuesta no es un misterio.
Canadá obtuvo una puntuación en seguridad por encima de Estados Unidos y del Reino Unido, colocándose junto a Suiza, Dinamarca, y Noruega entre los países más seguros del planeta.
Pero donde comprobé lo sabido y requeté sabido, aclarándose también la razón de porque no veía policías, fue cuando recordé las clases de natación y gimnasia de uno de mis nietos- a las que asistí en Kirchner, pequeña ciudad cerca de Toronto, primer destino de mis vacaciones. Las primeras tuvieron lugar en tres piscinas municipales y se paga una cuota mínima. Las segundas, se llevaron a cabo en un gimnasio privado, pagando por hora.
La limpieza, el orden, el trato cortés, la disciplina y la profesionalidad de los instructores no difieren en nada en un lugar o el otro. Eran cerca de cuarenta niños entre cuatro y ocho años, de todas las etnias imaginables y clases sociales; acompañados de parientes que permanecían detrás de un cristal mientras duraba la instrucción.
Ni un grito, ni una palabra descompuesta, ni un alarido, ni un profesor destemplado. En fin, personas educadas y respetuosas del reglamento. Culturas que se asimilan pacíficamente bajo un propósito de vida y una misma educación.
Entonces, volví a saber lo que todos sabemos: sin una educación básica de calidad, enfocada en buenas costumbres, convivencia y respeto a las instituciones, no existen naciones civilizadas. En Canadá se invierte tanto en “Capital humano” como en capital financiero (Su educación se encuentra entre las mejores del mundo). Es todo.
Los policías no estaban en las calles; habitaban, junto a las leyes, en las estructuras caracterológicas que rigen el comportamiento de cada canadiense, vengan de donde vengan y tengan la edad que tengan.
Nuestros políticos irrespetan los presupuestos de educación, colocándonos en la cola educativa, enterrándonos en la ignorancia con montones de mentiras. Hablan de una reforma que manejan lenta y a tropezones, entre robos, desatinos y descuidos.
Conocemos esa realidad. Es frustrante. Sabemos también- nunca hemos dejado de saberlo-que los países del primer mundo son lo que son, no tanto por sus riquezas ni sus democracias, sino por programas educativos que aplican con extremo rigor y responsabilidad. No he dicho nada nuevo; pero vuelvo a recordarlo después de observar el diario vivir de gente bien educada.