En el año 2002  fue mi llegada al barrio Simón Bolívar de Santo Domingo, capital dominicana. Allí sobreviví a diversas realidades gracias a muchas personas. Entre ellas, la persona determinante, la más preocupada por mí, la más entregada en cada instante, fue el profesor Antonio Meléndez García. Por eso, cuando se habla de altruismo tengo como referente primario a ese segundo padre mío: el profe Antonio y, por extensión y demostración, a su familia. Cuando se habla de altruismo pienso, además, en muchísimos dominicanos.

Eran días difíciles, en los que un par de zapatos era un tesoro para mí. En casa de Antonio y en la de su madre Salustina, además de zapatos, encontré cama, comida y todo lo imprescindible para mitigar una amalgama de dolores que me laceraban hasta el alma. Todos esos dolores, en especial el que provoca separarse de los seres queridos, pude superarlos gracias a que fui acogido como uno más de la familia Meléndez García.

Esta es una muestra de familia dominicana verdadera: distinta, pero unida hasta en los momentos menos trascendentes y, sobre todo, una familia de desbordante amor y entrega. Mi llegada a ellos, más por “diosidencia” que por coincidencias, me acercó a una parte de esa cultura dominicana tan especial como diversa: su altruismo.

A propósito de la manera tan particular de ser de esta familia capitaleña, creo que lo que más llamó mi atención en ese acercamiento inicial fue su diversidad en cuanto a posiciones político-ideológicas. Unos, defensores del partido de gobierno en ese momento (el PRD); otros, aferrados al PRSC; otros, seguidores del PLD y hasta alguno que seguía soñando con el partido de la hoz y el martillo. Sin embargo, y ahí está la esencia de esa familia, todos se abrazaban, compartían, se demostraban amor, como lo siguen haciendo hoy, porque la familia es lo primero. Mientras, yo reflexiono, justamente hoy, acerca de esos que por defender una ideología ignoran a su familia; pienso en esos que me apartan, simplemente porque pienso y siento diferente, y porque no digo lo que ellos quieren escuchar.

Con Antonio, su esposa Miguelina Álvarez y con toda esa familia (Papá Luis, Salo, Dania, Niño, Rijo, la Chica, la Noña, José, Darío, Esmeraldo, Silvio…) confirmé lo que me ensañaron de pequeño mis padres y que el sabio Aristóteles dijo con palabras tal vez más bonitas: “La amistad es un alma que habita en dos cuerpos; un corazón que habita en dos almas”. En mi caso, la amistad ha sido y sigue siendo un alma en muchos cuerpos y muchos corazones que vibran en muchas almas; es la fuerza que me salvó y que me inspira a darme y a dar cada día más.

Hoy, 20 años después, gracias a Antonio y su esposa Miguelina (mis padres dominicanos); gracias a toda esa extensa e intensa, pero amorosa familia, puedo dar fe del altruismo personalizado en auténticos dominicanos. Hoy, para mi alegría multiplicada, puedo asegurar que este tipo de familia es mayoría en este inigualable país. Hoy, frente a los que emplean discursos denigrantes de la actitud del dominicano, los invito a no hacer generalizaciones ante casos aislados. Antonio y su familia son ejemplos de un altruismo que prolifera por campos y ciudades de Quisqueya, lo aseguro.