Luego de un período de doce años del gobierno autocrático de Joaquín Balaguer en el cual el gobernante no respetaba la separación de los poderes públicos y ni siquiera su propia legalidad constitucional, el presidente de la República Antonio Guzmán colocó la institucionalización del Estado como primer punto de la agenda gubernamental que inició el 16 de agosto de 1978:

“En este sentido me propongo, a la cabeza del Gobierno que hoy se inicia, dirigir todos nuestros esfuerzos hacia el logro, en primer lugar, de una verdadera institucionalización.”

El funcionamiento independiente de los tres Poderes del Estado fue para Guzmán la manifestación más concreta de la institucionalidad, en una época en que la experiencia de los Doce Años indicaba que hasta el momento eso había sido imposible:

“Además, es necesario que se fortalezcan los poderes del Estado. Sobre este particular, en mi calidad de titular del Poder Ejecutivo, debo significar que las labores del Gobierno deben ser realizadas mediante el esfuerzo mancomunado del Poder Legislativo, del Poder Judicial y del Poder Ejecutivo. Espero que el Poder Legislativo, en su elevada misión de hacer las leyes normativas de nuestro desenvolvimiento social, coloque siempre los intereses supremos del pueblo dominicano por encima de los intereses y pasiones partidistas. Por mi parte, puedo asegurar que los proyectos que como presidente de la República someteré a la consideración del Congreso Nacional, serán inspirados en la búsqueda de soluciones viables a los grandes problemas nacionales, del desarrollo del país.”

La idea de la institucionalización fue planteada antes por Juan Bosch en 1963. Esa idea tomó fuerza después del golpe de Estado que lo derrocó, bajo el lema de retorno a la Constitución del 63. El período del gobierno de facto, el Triunvirato, del 25 de septiembre de 1963 al 24 de abril de 1965, se reconoce como la negación del estado de derecho.

Durante la guerra de abril de 1965, los constitucionalistas recibieron su nombre y justificaron su acción, por el retorno al estado de derecho. El presidente Francisco Caamaño Deñó habló siempre en ese sentido.

Sus discursos estuvieron llenos de esa referencia. En el acto en que fue juramentado en plena guerra, el coronel Caamaño hablaba de su gobierno como la encarnación del “gobierno constitucional”, del “gobierno de derecho” de 1963.

En varias oportunidades durante la guerra se refirió a ese tópico, pero, sobre todo, la idea quedó claramente expresada, en su discurso de renuncia, al final de la guerra, cuando “devolvió” el poder al pueblo en el célebre discurso del 3 de septiembre de 1965.

Luego de la guerra, como se ha visto, en el país se proclamó el rescate del estado de derecho. Balaguer lo hizo en 1966. Los gobiernos del Partido Revolucionario Dominicano han puesto esa idea en primer plano. Antonio Guzmán tiene el privilegio de haber colocado en su nivel más alto el estado de derecho, luego de aquellos momentos traumáticos de la democracia dominicana que terminaron con los Doce años de Balaguer. Él planteó, sobre todo, el afianzamiento de los tres poderes del Estado, con independencia plena, piedra angular del estado de derecho.

Ese estado se tradujo ciertamente en conquistas de las libertades públicas. Ese tópico fue el fuerte del gobierno de Guzmán, dado el contexto histórico posterior a los Doce Años de Balaguer.

Había alternabilidad, después de 1978; no había prisioneros políticos, no había exiliados, no se torturaba escandalosamente.

Esos son los datos que describen, en términos de libertades públicas, el gobierno de Antonio Guzmán: con él el país rescató las libertades esenciales, sobre todo cuando promovió la ley de amnistía a favor de los presos políticos.

En el discurso de juramentación de Antonio Guzmán están contenidas las ideas de ese progreso en las libertades. El presidente consideraba que esos eran valores universales, no de un solo país o Estado.

Por primera vez se planteaba un concepto globalizador de los derechos humanos: son “un patrimonio común de la humanidad”, y la violación en un país, es violación en todos los países:

“El tema de los derechos humanos ha adquirido una nueva dimensión. Está superada la época en la cual eran considerados aisladamente, en los límites estrechos de territorio de un Estado determinado. Los derechos humanos constituyen un verdadero patrimonio común de la humanidad. En virtud de su carácter indivisible y solidario, sus violaciones en un país determinado repercuten y representan un agravio para todos los hombres”.

Obsérvese la diferencia en los conceptos, entre Balaguer y Guzmán. Para el primero (1982), las libertades dependen de las circunstancias; para el segundo (1978), son valores universales no dependientes de un país o de consideraciones aisladas.

De ahí las actitudes diferentes en los discursos y en las prácticas de gobierno. Afirmaba Guzmán en 1978 su decisión de cumplir con los preceptos que consagran universalmente los derechos humanos:

“Me propongo dar rigurosa aplicación a los preceptos y normas que consagran esos derechos, como obligación principal del Estado, conforme a los siguientes términos de nuestra Ley fundamental: ‘La protección efectiva de los derechos de la persona humana y el mantenimiento de los medios que le permitan perfeccionarse progresivamente dentro de un orden de libertad individual y de justicia social, compatible con el orden público, el bienestar general y los derechos de todos”.

El problema es, como se ha visto, no las circunstancias, sino la concepción. Y la concepción de Balaguer acerca de los derechos y las libertades fue una retranca para el desarrollo de esos valores en el país, mientras él estuvo en frente del Estado, incluyendo los períodos de los años 90.

En la sociedad dominicana tenemos, según Balaguer, una psicología popular con “manifestaciones monstruosas de canibalismo y de barbarie fratricida” y somos “el mismo pueblo de 1844” que prefirió a Santana en lugar de a Duarte”:

“Cuando se piensa en los progresos que hemos hecho en el campo de las libertades públicas, en el campo de la promoción de los derechos humanos, y cuando se toman en cuenta los avances que hemos hecho para la corrección de nuestras viejas deficiencias educativas, tenemos que admitir que estos hechos suceden en nuestro país porque todavía en el alma de nuestro pueblo existen residuos de la herencia de los perros de presa de la conquista y porque todavía en las reconditeces más profundas de nuestra psicología popular afloran, de cuando en cuando, manifestaciones monstruosas de canibalismo y de barbarie fratricida”.

“Estos hechos se explican acaso y esa es la conclusión a que tenemos necesariamente que llegar, porque somos todavía el mismo pueblo de 1844, el mismo que se apiñó en las calles de esta ciudad para aplaudir con frenesí al Marqués de las Carreras, la misma tarde en que salía para el destierro el Padre de la patria”.

Los hechos a que se refiere Balaguer son las “desapariciones” de “delincuentes comunes” como consecuencia de las acciones de la policía. Tenemos ahí una muy buena explicación de por qué las torturas policiales, los asesinatos de delincuentes en “intercambios de disparos”, los atropellos policiales en las calles a los ciudadanos, en fin, el abuso de poder en todos los sentidos, continúan en el país, incluso durante el gobierno de Antonio Guzmán, y más aún en el gobierno de Jorge Blanco, hasta nuestros días, hasta hoy: somos un pueblo que hereda manifestaciones canibalescas y fratricidas.

Mientras, sobre esa base conceptual, Balaguer se reelegirá, el PRD y Guzmán en 1978 pugnaban junto a todo el movimiento del pueblo, por elecciones libres y limpias.

El presidente Guzmán repetía el concepto de su responsabilidad en cada ocasión que se le presentaba. Así, dirigiéndose al país, en 1981, expresaba claramente y a conciencia el deber que había asumido y recordaba al pueblo: “No los defraudaré”:

“Mis conciudadanos pueden tener la absoluta seguridad de que estoy plenamente consciente de las responsabilidades que me confirieron, al elegirme libremente como presidente de todos los dominicanos y que no los defraudaré”.

Acaso ese recordatorio era propio del temperamento de alguien que nunca se colocó por encima del pueblo, y que, muy al contrario, con humildad, se sentía preocupado por cumplir a cabalidad su compromiso.

O quizás, ya para esa fecha, él se sentía profundamente turbado por los desafueros que cometían en perjuicio de la administración pública, y finalmente, del presidente y el compromiso contraído por él,  muchos de sus colaboradores, incluyendo gente de su familia.

Eso es algo que aún se discute. El hecho es que Don Antonio, como le llamaban al presidente familiarmente, se suicidó el 4 de abril de 1982, en el baño de su despacho en el Palacio Nacional.

Fue un suicidio muy lamentable. La corrupción y el nepotismo eran conocidos durante ese gobierno; pero el presidente era un hombre honesto y responsable. Ese fue, quizás, el precio que decidió pagar para honrar sus palabras del 16 de agosto de 1978. Guzmán fue un hombre verdaderamente de palabra.