No hay que esforzarse, basta un pequeño libro de historia universal para darnos cuenta de la criminalidad del “homo sapiens” desde que comenzó a dejar de andar en cuatro patas. Podemos comprobar la sempiterna costumbre de exterminio en nuestra especie.

A veces, basta un “quítame esa paja” para que esa inteligencia que nos ha llevado a una impensable civilización quede al servicio de la bestia, esa que fingimos dominar. Aun en pleno siglo veintiuno, resulta fácil convocar hordas irracionales, depredadoras y deshumanizadas; capaces de irrespetar la vida y el derecho ajeno.

Antes de cristo y después de Él, la guerra y la barbarie asoman con demasiada frecuencia. Tanto el matar como el fornicar, son hábitos que tienden a dominarnos al mínimo descuido.  Ese animal, agazapada debajo de la corteza cerebral, necesita de poco para liberarse y atacar. Una ambivalencia constante nos aqueja: un vaivén entre lo sublime y lo salvaje. Ambivalencia, sin duda, provocadora de angustia existencial.

Es verdad, al final predomina la inteligencia y nos avergonzamos de las bestialidades cometidas. Entonces, buscamos explicaciones y racionalizamos. Nos vestimos limpios y bien planchados, volvemos a comportarnos como entes pensantes que buscan la paz. Pero sabemos y tememos que, una tarde cualquiera, vuelva a escaparse la fiera.

Ni Sigmund Freud ni William james, fueron primeros en alertarnos sobre la influencia fundamental de los instintos primitivos. Miles de décadas antes, otros pensadores se preocuparon por ese brinco constante de la civilización a la barbarie que protagoniza la humanidad.

Atormentado por esa paradoja, tratando de resolverla, el hombre ha ido creando dioses sangrientos que en un momento dado piden exterminios sagrados. Dioses que eligen arbitrariamente pueblos preferidos a conveniencia de sus emisarios en la tierra.

Esta especie, que no duda en considerarse “imagen y semejanza de Dios”, se vale de la religión, la patria, la raza, un pedazo de tierra o una fuente de agua, a manera de permiso inconsciente para sacar rabo y andar en cuatro patas.

En ocasiones, seguimos ortodoxias, políticos redentores, o lideres enajenados de cualquier tipo; hábiles en doblegar voluntades y convertir la necesidad y la ignorancia en masas irracionales. Atila el huno, los símbolos de la Dinastía Tang, la estrella roja, la hoz y el martillo, la esvástica, la cruz, la biblia, el Torá, o el águila imperial, han servido para excusar atrocidades.

Solamente en el siglo veinte murieron en acción de guerra cerca de un billón de personas. El año pasado, cayeron doscientos treinta y ocho mil seres humanos en los frentes de batalla (238,000). Nadie puede predecir cuántos habrán muerto al caer diciembre.

Rusia mantiene la determinación, impuesta por un dictador y sus acólitos, de llevarse de encuentro a Ucrania; China acecha a Taiwán; los norteamericanos quieren todo occidente. En realidad, se matan por riquezas que no quieren compartir; igual como lo hicieron cinco mil años atrás los sumerios.

Hubiese sido impensable- aunque no para los que conocen el pasado de la humanidad- que los israelitas (quienes estuvieron a punto de ser exterminados por un lunático y sus seguidores) en la actualidad griten venganza y arrasen con todo lo que encuentran.

El ataque artero y criminal de Hamas ha rebajado a ese gran país a nivel tribal, donde la derrota del enemigo justifica todo. Ahora es difícil distinguir a los sofisticados israelitas de los analfabetos y fundamentalistas terroristas del Medio Oriente. Ahora ambos son tribus de caníbales y cazadores de cabezas.

Ahora están mancomunados por la sed de venganza. Ambos quieren demostrar que son el pueblo preferido de Dios. Jehovah y Allah ordenan el retorno a la animalidad perpetua.