Almoina se pregunta en su libro cómo podían suceder tantas cosas atroces como las que sucedían rutinariamente en Santo Domingo. Y la respuesta, desde luego, es poco menos que espantosa:
«La dictadura trujillana —escribe Almoina—no admite límites, ni consiente reducciones. Es total, absoluta, caprichosa, feroz, grosera, sucia. Cuanto rodea a Trujillo —aparte de lo grotesco y zarzuelero— está cargado de tintes sombríos, trágicos, tragedia que lleva ya veinte años de sangre, miseria, abyección y lacras inenarrables. Chapita, el raterillo Chapita, ha conseguido que la vida moral de la República se convierta en una sentina de abyecciones. Todo está allí relajado, prostituído, desquiciado. Por dondequiera el tirano fomenta los vicios, ejercita las corrupciones, en el intento de convertir a su país en una sentina. La corrupción del régimen trujillero ejerce sobre la vida dominicana su acción destructora y puede decirse que ha infectado ya todos sus tejidos». (1)
Parece increíble… o más bien surrealista. La bestia y el bestezuelo podían disponer y disponían a su antojo de cualquier cosa que se les antojara, incluso de la virtud de una doncella, la honra de toda una familia. Ni siquiera las pocas periodistas estadounidenses que se aventuraban en el país estaban a salvo.
La lujuria de la bestia y del bestezuelo no respetaban fronteras como demuestra el incidente que Almoina describe con el título de «Aventura de la “americana” del hotel Jaragua y otros casos gravísimos». Un incidente que pudo desatar una crisis diplomática.
«Esto de las mujeres de Ramfis es algo trágico y complicado. Su afán de lujuria no reconoce límites. Los amigos que le rodean y que viven a su cuenta son los más activos alcahuetes.
»Uno de estos amigotes, sobrino de don Cucho—cucho en español antiguo significa estiércol— que anda de espía por el hotel Jaragua se fijó en una linda periodista norteamericana, que había ido a Ciudad Trujillo en plan de descanso. Invitada, por este canallita, a dar un paseo en auto, al tiempo de regresar al hotel quiso llevarla donde Ramfis la esperaba.
»La joven se negó terminantemente a ello y para salvarse de no ir, se arrojó del automóvil, produciéndose al caer al suelo algunas heridas. Ya en el hotel comunicó a la Embajada de su país lo sucedido. Se produjo el escándalo consiguiente. Al otro día el frustráneo y miserable raptor, penetró en el cuarto de la joven, buscando un arreglo que satisficiese los deseos del amito. De nuevo la norteamericana pidió auxilio y la propia Embajadora fue a buscarla, quedando de huésped en la Embajada hasta que curó de las heridas y pudo salir del terrible Santo Domingo». (2)
Uno de los más sonados casos de abuso sexual que refiere Almoina fue el que sufrió la hija de un conocido italiano, que residía entonces en el país. Un italiano, padre de tres hijas, a las que tuvo que sacar del país después que una de ellas fuera ultrajada, deshonrada por el degenerado bestezuelo.
Aún más triste e indignante es la historia de un oficial de la policía que se resistió hasta la última consecuencia a entregar una hija al hijo del tirano:
«Uno de los crímenes más abominables realizados por Trujillo, para satisfacer caprichos de Ramfis, fue el del asesinato del oficial de la Policía Nacional, Mayor Arredondo. Tenía éste una hija lindísima, como de 15 años. Un día se le antojó al hijo del Sátrapa.
»Comprendió el Mayor lo peligroso de aquel deseo y se mantuvo reservado ante las proposiciones que se le hacían. Más, obligado a una decisión, rechazó en forma violenta semejante infamia. A las 24 horas aparecía muerto». (3)
Como cuenta Almoina, el bestezuelo tenía mujeres a granel, casi todo un harén, y era además muy generoso con ellas, las alojaba en buenas casas y cuando se cansaba de ellas o salían en cinta las casaba con alguno de sus amigotes, los mismos «militarzuelos» que lo abastecían. En eso emulaba al padre y a uno de los tíos.
Aparte de vicios y aberraciones Ramfis amaba los deportes y en cierta manera el peligro, era fanático de las carreras de autos y de lanchas, corría consuetudinariamente a velocidades temerarias, practicaba la equitación, practicaba el polo.
Como dice Crassweller, todas esas actividades al aire libre contribuyeron a darle al bestezuelo una apariencia física saludable, sólida, pero el bestezuelo era enfermizo. Había sufrido de difteria desde muy joven, una peligrosa enfermedad bacteriana, había sido operado de amigdalitis y sufría entre otras cosas de gastritis y fue intervenido quirúrgicamente para corregir una desviación del tabique nasal. Aparte de eso, estuvo siempre afligido por resfriados y otras pequeñas aflicciones que a juicio de Crassweller parecían más bien ser la proyección física de alguna complicación emocional. El bestezuelo, sin lugar a dudas, estaba dañado.
Otra cosa chocante que menciona Crassweller es la siguiente: en el ejercicio de las actividades deportivas el bestezuelo demostraba estar más cerca de la valentía que de la cobardía, se exponía despreocupadamente al peligro, cortejaba el desastre en carreras de autos y lanchas y sin embargo era tímido, su más sobresaliente característica era paradójicamente la timidez.
«De esto tiene la culpa su misma formación o deformación familiar. Trujillo nunca supo cuándo consentir y cuándo ponerle límites a su hijo y generalmente hacia una cosa cuándo debía hacer otra. Todo capricho le era concedido y toda experiencia que pudiera fortalecerlo le era negada». (4) p. 304
Ramfis soñaba con ser piloto desde que tenía diez años y nunca abandonó su sueño, pero Trujillo, que le tenía pánico a los aviones, se lo prohibió terminantemente. Crassweller afirma que incluso cuando Ramfis llegó a ostentar el más alto rango militar en la Fuerza Aérea, Trujillo le tenía prohibido volar… A la larga, le permitió viajar en helicóptero, pero nunca le dio permiso para tomar los mandos. El «Jefe», como llamaba a su padre nunca le dio permiso para pilotear.
(Historia criminal del trujillato [158])
Bibliografía:
Robert D. Crassweller, «The life and times of a caribbean dictator».
Notas:
(1) José Almoina, «Una satrapía en el Caribe», pgs. 29, 30.
(2) Ibid
(3) ibid
(4)Robert D. Crassweller, «The life and times of a caribbean dictator».