Las recientes situaciones electorales en Estados Unidos, Europa y Brasil nos muestran la consolidación del fundamentalismo político entendido como una actitud autoritaria que privilegia unos postulados ideológicos incuestionables de orientación premoderna sobre los principios y las instituciones de la democracia moderna.

Asociado cada vez más con las corrientes más conservadoras del cristianismo protestante, el fundamentalismo político tiende al negacionismo científico y rechaza los procesos electorales cuando no favorecen sus expectativas, promueve una política del odio, la xenofobia, el racismo y la homofobia; indiferente a las evidencias que objetan sus afirmaciones, considera que las opiniones contrarias a sus creencias forman parte de una gran conspiración contra los fundamentos de la familia, de la sociedad y de la vida.

El segmento poblacional que alimenta el fundamentalismo político puede ser de baja educación y excluido por los procesos de la globalización, pero también puede incluir segmentos poblaciones educados con ingresos medios que se sienten descolocados ante la crisis de los viejos paradigmas morales.

En sociedades estructuradas sobre la base del racismo, como Estados Unidos y Brasil, el ascenso social y político de los afrodescendientes genera rechazo y despierta el anhelo de un supuesto pasado glorioso donde cada uno se encontraba en el lugar que le correspondía viviendo en paz y en prosperidad.

La revolución digital amplifica el sectarismo. Paradójicamente, las plataformas que permiten la globalización informativa y el contacto intercultural instantáneo han generado células aisladas de ciudadanía donde se refuerza el punto de vista propio y se deshumaniza al interlocutor de perspectiva distinta (“filtro burbuja”).

Al mismo tiempo, estas plataformas han construido la infraestructura de la posverdad, la actitud de indiferencia hacia las evidencias por adherencia emocional a las propias creencias.

Las plataformas digitales han contribuido con la ruptura del paradigma de la experticia (T. Nichols: The Death of Expertice) y promovido una paradoja: el dogmatismo hacia el interior de los grupos que defienden ciegamente una doctrina y, fuera de esos círculos, el relativismo que legitima todas las creencias.

Esta última situación constituye uno de los problemas más amenazantes para las democracias modernas. Como señala T. Snyder (Sobre la tiranía), la hostilidad hacia los hechos y la credulidad ciega lesionan las sociedades democráticas ya que estas se nutren del diálogo y ninguna conversación es posible si no compartimos referentes ni procedimientos de validación. Como señaló el senador Daniel Patrick Moynihan, para la democracia es fundamental que una persona “pueda tener su propia opinión, pero no que pueda tener sus propios hechos”.