Nuestra frecuente realidad es esa quiebra diaria que se conoce como envidia, raramente confesada, la pobreza espiritual, la pequeñez provinciana, la asunción de la mentira, la triste cultura narcisista( por demás, copiada) de muchos que no acaban de encontrarse a sí mismos, del tráfico con la vaguedad, de la pobreza que no es sólo material, sino que es la maleza mezclada con el rosal, del bosque rodeado de oscuridades mentirosas, de las exclusiones injustas y prejuiciadas que impiden arrancar hacia ningún lugar, de las frustraciones puntuales producto de la sociedad altamente desigual, de la “normalización” que parte de poses y nada más cuando el volcán que se cree apagado reúne sus fuegos, del resentimiento social enseñado y aprendido, de una sociedad altamente limitada por pequeños y grandes egoísmos, de la búsqueda de más y más poder económico monopolista, de la perversidad nacida de la ignorancia, del ruido que quiere hacerse pasar por sonido, de la ridiculez politiquera insuperable, de la fantasías que se quieren hacer pasar por historia, del mito vulgar sacralizado , de la turbiedad convertida en moneda corriente, de la superficialidad fetichista presentada como virtud, del mirar para otro lado cuando el mundo se halla amenazado, del esconder la cara a fin de que triunfe el individualismo y el personalismo ridículo, del culto a las poses light, de no procurar la decente autenticidad en la política, en la cultura, en la sociedad toda, de crear personajes populares a partir de truhanes y de otras incongruencias que no permiten la respiración adecuada y a todo esto, cierta élite que asume un rol “celestial,” apartado, excluyente como de dioses alejados, puede llamarle resentimiento social y es que la sociedad crea grandes y pequeños resentimientos y luego sale, escandalizada, a lamentarlos y censurarlos, sin examinar su complejidad, sus motivaciones, su desarrollo y sus consecuencias.