Principalmente en la cancha del barrio aprendí que cortar los ojos podía costarme un ojo, y para no exagerar, al menos un problema de esos que inician con una pelea de adolescentes, donde siempre se arriesga más que un ojo. Y aunque una sonrisa constante tampoco era aconsejable -pues muy posible de ser asimilada con “palomería”, carnada fresca para las burlas más despiadadas, cuando no para la correspondencia abusiva del envidioso físicamente superior que no aceptaba la felicidad ajena-, siempre me resultó mejor jugar al bueno y noble que al guapito que a nadie le barajaba un pleito -hasta que el pleito resultaba inevitable y entonces ahí tenía que hacerme respetar a como de lugar-. En fin, en el barrio no fue fácil mantener la integridad en todo sentido, sin dejar de ser uno mismo en todo momento, al menos en mi caso que de la cancha no quería salir, y siempre me caracterizó el buen humor, la sana diversión y cierta contentura.

Fue en el colegio donde me convencí de que mi alegría podía ser contagiosa, y que una sonrisa como punta de lanza de mi cortesía natural valía más que todas mis capacidades académicas. Años después alguien me explicó que tenía un “charm” especial que me abriría puertas y que debía aprovecharlo, al parecer acertó ese entrañable predictor, pues no recuerdo alguna que se haya cerrado sino después de cruzarla.

En uno y otro caso -barrio y colegio- la enseñanza fue la misma: los sentimientos y las emociones que expresamos importan, y son fundamentales para la suerte de nuestras acciones. Por eso normalmente no queremos compartir con personas mal humoradas ni aburridas, sino lo contrario, pues los sentimientos -como algunas enfermedades- se contagian.

 

Así como nuestro cuerpo tiende a entregarse más afablemente al agua caliente que a la fría que sale por la ducha solo porque nos sienta bien, pues sin advertir que aquella releja los tejidos y el sistema circulatorio, algo similar nos causan las sonrisas y la cortesía en nuestras relaciones sociales, desenfadándonos y haciendo más ligera la carga que la interacción puede significar, aún cuando esa carga viene en nuestras circunstancias previas al contacto con terceros.

 

No obstante mi convicción al respecto, en interacción con otras personas a veces -y solo muy a veces- olvido mi deber de abonar en todo momento cortesía y sonrisa en cultivo de una mejor experiencia social, y en automático entrego como carta de presentación una injusta cara dura o de enfado cual gruñón cascarrabias -que no soy-, haciéndome lucir como el malo que amenaza con lo peor, quizás considerando tener motivos para ello, pero nunca razones justas para el prójimo. Sino es porque me veo y recuerdo de inmediato en el espejo del interlocutor que me sorprende con la misma carátula, chance que aprovecho para rectificarme, sucede también que para cuando me doy cuenta de la falla estética ya es muy tarde, y solo queda la reflexión amonestándome para la próxima oportunidad. En cambio, cuando me introduzco con una sonrisa, difícil que no reciba otra en correspondencia, y así me veo impecable en ese espejo que significa el otro frente a mí, y mejor que eso me siento recompensado, pues todo se logra más fácil y agradable que de no ser así.

Leyendo a Alain en unos de sus “ensayitos” finales de su grandiosa obra Propos sur le bonheur (1928), titulado “El arte de ser feliz”, encontré esta idea que hago mía sin reservas: “…las lamentaciones propias sólo pueden entristecer a los demás, es decir, a fin de cuentas, desagradarles, aún cuando sean ellos quienes provoquen tales confidencias y parezcan complacerse en consolar. Pues la tristeza es como un veneno; podemos amarla, pero nos hace sentirnos mal y al final siempre acaba imponiéndose el sentimiento más fuerte. Todos tendemos a la vida, no a la muerte, y buscamos a los que viven, esto es, a los que se dicen contentos, que se muestran contentos. ¡Qué cosa tan maravillosa sería la sociedad de los hombres si cada uno aportara su haz de leña para mantener el fuego, en vez de lloriquear sobre las cenizas!

(…) El principio es éste: si no hablas de tus penas, me refiero a las pequeñas, pronto las olvidarás. (…) vuestras quejas no remedian nada y yo recibo una lluvia de lamentaciones que me persiguen por toda la casa. Y es precisamente en tiempo lluvioso cuando se requieren rostros alegres. Así pues, al mal tiempo buena cara”.
Siempre tendremos razones para quejarnos -quizás miles-, pero si somos justos advertiremos que siempre también podemos identificar razones para alegrarnos o no sentirnos (tan) miserables, aunque lo ideal sería que podamos hacerlo al margen de cualquier razón, o bien, por el simple pero trascendente hecho de estar vivos. En atención a nuestras circunstancias puede que no siempre sea simple, pero puede que si. En cualquier caso depende de nosotros y nuestras decisiones. Si ando compartiendo desgracias  o tragedias personales, aún cuando ayudarme constituya una manifestación de innegable solidaridad y amor para mis amigos, nos perderemos la que podría ser la mejor parte del nosotros, pues en posible alegría y felicidad, que nunca son estados constantes, pero que se extiendan y permanezcan también depende de nosotros y nuestras decisiones, pues solo puede ser feliz quien desea ser feliz. Por tanto, si podemos dejar a un lado los tormentos y pesares -y supongamos que los demás harán igual cuando interactuemos-, la posibilidad de contentarnos y cosechar alegría y gozo en nosotros por nosotros se maximiza, o bien, se consuma; así de simple.

Entonces, mi propuesta -siguiendo el consejo de Alain- es que procuremos sonreír en toda oportunidad, comunicando sentimientos e ideas positivas, aún cuando no se dispongan de muchas; siempre que sea posible contagiemos de alegría nuestro entorno, para lo cual la mayor parte de las veces basta una sonrisa, una cortesía o un gesto agradable, lo que siempre cuesta menos y vale mucho más.

 

Si piensas que no te va, o que no sabes como hacer para ir por la vida repartiendo sonrisas, piensa en la recompensa que te pierdes, y empieza por practicar, al poco rato verás que cosas más difíciles y menos útiles has aprendido a dominar en menos tiempo. Si al mal tiempo buena cara, al buen tiempo una mejor.